viernes, noviembre 1, 2024
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Los personajes del Adviento

Los personajes del Adviento :
En la liturgia de Adviento, la Iglesia deposita su mirada principalmente sobre cuatro grandes figuras bíblicas (Isaías, Juan Bautista, María y José), que le ayudan a vivir este tiempo con autenticidad.

En la liturgia de Adviento, la Iglesia deposita su mirada principalmente sobre cuatro grandes figuras bíblicas (Isaías, Juan Bautista, María y José), que le ayudan a vivir este tiempo con autenticidad.

Isaías. El primer personaje es el que muchos autores antiguos llaman el evangelista del Antiguo Testamento. Se lee durante el Adviento según una costumbre presente en todas las tradiciones litúrgicas, ya que él expresa con gran belleza la esperanza que ha confortado al pueblo elegido en los momentos difíciles de su historia. Esperanza que brota de la fe, tal como recuerda Benedicto XVI: «El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor y, mientras los hombres buscan a menudo la felicidad por caminos que resultan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no falla porque tiene su fundamento en la fidelidad de Dios» (Ángelus, 12-12-2010).

Es el profeta más citado por los escritores del Nuevo Testamento, ya que habla tanto de la gloria del Mesías como de los sufrimientos del siervo de YHWH, que traerán la salvación al pueblo. En Adviento, de él se toman la mayoría de las primeras lecturas de la misa (tanto ferial como dominical) y del Oficio de Lectura. Estos textos son un anuncio de esperanza para los hombres de todos los tiempos, independientemente de las circunstancias concretas que les toque vivir. Todos ansiamos un tiempo en el que las víctimas del egoísmo encuentren justicia, en que las armas se transformen en instrumentos de trabajo y los pueblos vivan unidos.

Al mismo tiempo, Isaías invita a no permanecer con los brazos cruzados, a preparar activamente el camino del Señor, a hacer posible su venida al mundo: «Preparad el camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale» (Is 40,3-4). Estas palabras serán el corazón del anuncio de san Juan Bautista. La Iglesia las repite en las oraciones de Adviento. El Señor viene, pero quiere que le preparemos el camino abajando los montes del orgullo y rellenando los valles de la indiferencia, enderezando los comportamientos que se han desviado, igualando los derechos de todos. La salvación será un don de Dios en Cristo, pero Él quiere que nos dispongamos convenientemente y, de alguna manera, la adelantemos con nuestras buenas obras.

Juan Bautista. Es el segundo personaje de Adviento, cuya historia se lee los domingos segundo (en sus tres ciclos) y tercero (ciclos a y b) y los días feriales (desde el sábado de la segunda semana hasta el viernes de la tercera). Las lecturas patrísticas del segundo y tercer domingo, tomadas de Eusebio de Cesarea y de san Agustín, reflexionan sobre su mensaje. Su ayuno, su ascetismo y su oración en la soledad del desierto son un estímulo para los que quieren acoger al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Bien encarna, por lo tanto, el espíritu de Adviento.

Juan es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre las promesas y su cumplimiento. Es el último de los profetas de Israel (Anuncia, como ellos, la llegada del Mesías, invitando a la conversión) y el primero de los evangelistas (Da testimonio de que el Mesías ya ha venido, señalándolo entre los hombres). Después de varios años de retiro y soledad, comenzó su tarea de predicación. Muchos lo escucharon y se acercaron al río para participar en el rito penitencial que él proponía. Insistía en que la urgencia de la conversión estaba motivada por la llegada inminente del reino de Dios, tantas veces anunciado por los profetas. Supo reconocer al Mesías y dar testimonio de Él.

Quizás su testimonio más significativo sea el que da poco antes de morir, cuando manda mensajeros a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). La franqueza de la pregunta es la garantía de su seriedad. Juan se encuentra al final de su existencia, caracterizada por las privaciones. Vivir de saltamontes y miel silvestre en el desierto no tiene nada que ver con las excursiones turísticas a los lugares santos o con las idealizaciones de las personas devotas. Él lo ha hecho sostenido por el convencimiento de una misión divina. Ahora todo parece hundirse, ya que Jesús no respondía a las expectativas de Juan.

La respuesta de Cristo sirve para confirmarle en la fe y para ponerle un nuevo reto: «Contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio, y ¡dichosos los que no se escandalicen de mí!» (Lc 7,22-23). Efectivamente, se han cumplido las palabras de Isaías, que indicaban las señales de los días últimos. Si el bien vence sobre el mal y la buena noticia se anuncia a los anawin, al resto humilde de Israel que confiaba en las promesas de Dios y esperaba su realización, es porque han llegado los días de la salvación.

Cuando los embajadores de Juan se retiran, Jesús dice que éste no era «una caña batida por el viento», es decir: un hombre sin raíces ni convicciones, sino un profeta, «e incluso más que un profeta». Juan conocía las obras de Jesús, pero en cierto momento duda de que Él se ajustara a la figura de Mesías que sus contemporáneos esperaban, por lo que corre el riesgo de «escandalizarse». Efectivamente, con Jesús irrumpe en el mundo la novedad de Dios, que cumple las promesas del Antiguo Testamento superándolas, que va más allá de nuestras expectativas, que rompe nuestros esquemas, que nos obliga a hacernos pequeños para ver, más allá de las apariencias, los signos que muestran que Jesús es el que vino, el que vendrá, el que está viniendo.

Jesús invita a creer no solo cuando Dios se adapta a nuestras ideas sino, especialmente, cuando las rompe. Precisamente Juan Bautista, que dará el testimonio supremo al derramar su sangre, se convierte en figura de Jesús, que nos salva por medio del anonadamiento y del don total de sí. El Adviento de Dios sigue aconteciendo en la humildad. Él viene a los corazones de aquellos que no se dejan escandalizar por el hecho de que Dios no se presente como ellos deseaban. Viene a los corazones de los que están abiertos a la perenne novedad de Dios, que nunca se encierra en los pensamientos y deseos de los hombres, por muy nobles que sean.

María. El Vaticano II recuerda que en María confluyen las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento: «Con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva Economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne» (LG 55). María es modelo excelso de las actitudes propias del Adviento: la confianza en la Palabra de Dios, que cumple sus promesas, y la disponibilidad para acoger al Señor que viene. Por eso, Benedicto XVI la llama «Mujer del Adviento» (Ángelus 28-11-2010) y la propone como modelo para este tiempo litúrgico. Pablo VI, en su encíclica sobre el culto mariano, indica la profunda relación existente entre el Adviento y María: «La liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor» (Marialis Cultus, 3-4).

De hecho, en las misas de Adviento, María está presente en los textos bíblicos y en las oraciones, subrayando el paralelismo Adán-Cristo y Eva-María, muy común en los Santos Padres. Los textos de la liturgia de las horas también la citan e invocan desde el principio. Ya al final del Adviento, la figura de María se une de una manera indisoluble con el cumplimiento de las promesas y la llegada del tiempo esperado. En el Oficio de Lectura se proponen dos importantes textos de san Ireneo (sobre Eva como antitipo de María) y del beato Isaac de Stella (sobre María como tipo de la Iglesia).

Las actitudes de María se convierten en el modelo que los cristianos deben seguir para vivir el Adviento: su fe, su silencio, su oración, su alabanza agradecida al Padre, su disponibilidad a la voluntad de Dios y al servicio. Las fiestas de la Inmaculada, de Nuestra Señora de Guadalupe y de Nuestra Señora de la Esperanza, celebradas en el corazón de este tiempo litúrgico, subrayan aún más la relación de María con el Adviento, tal como recuerda la Congregación para el Culto Divino: «La Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la liturgia del Adviento […] La fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre) acrecienta en buena medida la disposición para recibir al Salvador» (Directorio, 102).

José. Terminemos esta reflexión recordando a san José, especialmente presente en los evangelios de los días anteriores a la fiesta de Navidad. Ciertamente, José y María vivieron de una manera única el tiempo de la espera y del nacimiento de Jesús. Como subraya Benedicto XVI, dos aspectos hacen de san José uno de los personajes importantes del Adviento y de toda la historia de la salvación: su descendencia davídica (que él transmite a Jesús) y su condición de justo.

Respecto al primer punto, recuerda que José pertenece a la estirpe de David (cf. Mt 1,20). En cuanto que Jesús es legalmente el «hijo de José» (Lc 4,22), puede reclamar para sí el título mesiánico de «hijo de David» (cf. Mt 22,41-46), dando cumplimiento en su persona a las promesas hechas a su antepasado: «Mantendré el linaje salido de ti y consolidaré tu reino» (2Sm 7,12ss). El Pontífice afirma que, «a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como “hijo de David”» (Ángelus, 18-12-2005). José es el anillo que une a Jesús con la historia de Israel, desde Abrahán en adelante, según la genealogía de Mateo (1,1-16), y con las esperanzas de toda la humanidad, desde Adán, según la genealogía de Lucas (3,23-38).

Respecto al segundo punto, cuando la Escritura llama «justo» a José quiere decir, ante todo, que es un hombre de fe, que ha acogido en su vida la Palabra de Dios y su proyecto sobre él. Como Abrahán, ha renunciado a sus seguridades y se ha puesto en camino sin saber adónde iba, fiándose de Dios. En este sentido, el Papa recuerda que José es «modelo del hombre “justo” (Mt 1,19) que, en perfecta sintonía con su esposa, acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano» (Ángelus, 18-12-2005). De esta manera, vive las verdaderas actitudes del Adviento: la fe inquebrantable en la bondad de Dios, la acogida solícita de su Palabra y la obediencia incondicional a su voluntad. Por eso, añade el Papa, «en él se anuncia el hombre nuevo que mira con fe y fortaleza al futuro, no sigue su propio proyecto sino que se confía a la infinita misericordia de Aquel que cumple las profecías y abre el tiempo de la salvación» (Idem).

Hablando de la relación entre san José y el Adviento, Benedicto XVI reflexiona sobre el silencio del santo Patriarca, manifestación de su actitud contemplativa, del asombro ante el misterio de Dios. Siguiendo su ejemplo, nos invita a vivir este tiempo en actitud de recogimiento interior, para meditar la Palabra de Dios y acogerle cuando viene a nuestra vida: «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia» (Ángelus, 18-12-2005).

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