martes, noviembre 19, 2024
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Explicar lo obvio

Explicar lo obvio :
El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor. (Proverbios 1, 7)

Quizá más de un lector se vea empujado a pensar que detrás de un título tan paradójico como este, se esconda algún juego de palabras o se pretenda escribir con cierto toque de ironía. No hay nada de eso. El título dice lo que quiere decir y con él no hay ninguna pretensión de hacer juegos de palabras ni gracietas de ningún tipo. Al disponerme a escribir siento justamente lo contrario, se me impone una dosis de aspereza por dos motivos: porque lo que pretendo decir comporta cierta incomodidad y porque la redacción de estas líneas coincide con un suceso muy doloroso que ha sido la muerte de un profesor a manos de un adolescente en un instituto de Barcelona. No entro en pormenores porque no tengo datos suficientes, no sé qué ingredientes han actuado ni si se trata de alguna psicopatía que no se ha podido atajar. Sí es, evidentemente, un hecho singular y un caso extremo. Ahora bien, el hecho de que sea extremo no me produce ningún alivio porque todo extremo es extremo de algo. Todo extremo es extremo de un continuo. Y eso es lo grave, el continuo, porque no se llega a un extremo sin un recorrido. ¿De qué continuo hablamos? De una situación problemática que sí está generalizada y es la dictadura del niño-adolescente. Matar a un profesor es un hecho solitario, pero no lo son las faltas de respeto, las agresiones, amenazas e insultos. De esto saben mucho todos los que tienen responsabilidades con adolescentes: padres, profesores, monitores, catequistas, pediatras, jueces, etc. Es bien conocido el caso del juez Calatayud, que ha adquirido gran notoriedad por sus sentencias, sus conferencias y sus comentarios públicos -y publicados- sobre la adolescencia actual de la que acumula experiencia como juez de menores en Granada.

Para evitar llegar a extremos como el referido es bueno saber cuál es la trayectoria. De eso vamos a tratar comenzando por dar cuenta del título. Que haya que explicar lo obvio puede resultar chocante o llamativo porque lo obvio es, por definición, aquello que no necesita ser explicado. Lo obvio es lo evidente, lo que se presenta al entendimiento con toda claridad sin necesidad de discurrir o razonar. Y eso es precisamente lo preocupante, que lo evidente no se vea y tengamos que explicarlo. ¿Cómo es posible?

El ambiente social en el que vivimos, los usos y costumbres hoy habituales presentan muchos y preocupantes signos de ausencia de sensatez. Hemos complicado mucho cosas de la vida ordinaria que son muy sencillas y hemos aceptado socialmente comportamientos que revelan una enorme falta de sentido común. Llamamos normales a patrones de conducta que están lejos de serlo por más que hayan calado entre nosotros y hayan impregnado buena parte del tejido social. Para no alargar más esta introducción y con ánimo de ser concreto, citaré algunos ejemplos relacionados con el mundo de la educación y la familia que nos está tocando vivir.

Parece evidente que es tarea de los padres el tener que educar a los hijos. Lo parece y lo es, pero son muchos los padres que en lugar de educar a sus hijos se limitan a ir a su remolque. Lo diré con un ejemplo que acostumbro a emplear porque me parece que ilustra bien lo que quiero decir. Quien educa es como quien conduce porque en muchos aspectos, educar es lo mismo que conducir. Educar a los hijos es como llevarlos de viaje: los padres conducen y los hijos son conducidos. Todos hacen el mismo viaje, pero no todos tienen el mismo papel. El viaje se organiza y se lleva a cabo en función de todos y cada uno y es muy bueno contar con la información que pueda aportar cada miembro, pero quienes conducen son papá y mamá. Quien conduce tiene que ir por delante, al frente, con visión amplia y debe manejar los mandos; no cabe pensar que el puesto de conducción esté al final, que el conductor no tenga libertad de movimientos o que no pueda acceder al volante, pedales, palancas, etc. Pues bien, esto que parece evidente no lo es tanto porque no es difícil encontrarse con ejemplos de padres que en lugar de estar al frente de la conducción se sitúan en la cola, por detrás de sus hijos. Digámoslo con claridad: los padres deben ir por delante de sus hijos, no por detrás. ¿Cómo, si no, van a abrirles camino en la vida? Si se sitúan por detrás de ellos, ¿cómo podrán hacer lo que les corresponde: descubrir horizontes, señalar metas, prevenir peligros y enmendar errores?

No son pocos los casos de abandono del volante o del propio puesto de conducción en manos irresponsables, a veces de los propios hijos, a veces en manos ajenas. Cuando esta situación de abandono o de inversión de papeles se hace habitual, cuando quienes conducen son quienes no deberían hacerlo, los resultados están cantados: el viaje se queda sin destino, nos desplazamos sin saber adónde ni a qué, tomamos rutas equivocadas, nos accidentamos y en tantos casos, los padres son expulsados del vehículo por sus propios hijos. ¿Qué es, si no, ese fenómeno que aumenta de día en día de padres maltratados por sus hijos?, ¿padres que se tienen que encerrar en su cuarto bajo llave por miedo al dictador que ellos mismos han engordado? ¿Qué es esa petición desesperada de retirada de custodia ante el juez sino un grito desesperado: ¡Que conduzca otro!?

Dar el volante al niño, descendiendo a detalles concretos de la vida cotidiana, es mantenerle con el chupete o dormir entre los padres hasta edades muy avanzadas, es prolongar su alimentación con papillas de bebé cuando está capacitado para una comida normalizada, es dejarle que viva de capricho en capricho, ponerle un televisor en su cuarto, aceptar que trate a sus padres de tú a tú, sin distinguir roles, permitirle que quede por encima diciendo la última palabra, tolerarle contestaciones irrespetuosas, reírle sus jactancias, tenerle al tanto de todas las cuestiones de la familia, introducirle en las conversaciones de los adultos, justificar en el colegio sus ausencias voluntarias, darle la razón cuando no la tiene, comprarle un móvil (el último móvil del mercado) mucho antes de que lo necesite, permitir noviazgos en la adolescencia… Este racimo de ejemplos y tantos otros que podrían citarse son concreciones de lo que es ir por detrás.

Cuando todo esto que es evidente no se ve, el chasco está asegurado. El resultado es -siempre, siempre- un pasmo que descoloca porque sin darnos cuenta y sin saber cómo, resulta que un buen día nos encontramos con que tenemos en casa un dictador inflexible que no sabíamos que habíamos ido fabricando, un déspota inmisericorde que cada vez que tenga que enfrentarse a una frustración -y tendrá que enfrentarse a muchas- culpará a sus sorprendidos padres de todo lo que le molesta, se revolverá contra ellos vertiendo acusaciones que nunca habrían esperado y les hará pagar esas frustraciones en dolorosas cuotas de ingratitud, cuando no de violencia.

El hijo-dictador no nace dictador, nace hijo. Dictador se hace porque le dejamos dictar, le dejamos dirigir en lugar de enseñarle a ser dirigido, le alimentamos nosotros por acción y más aún por omisión, evitamos corregir porque a menudo la corrección escuece, y todo por un falso sentido de la protección y un sentido del cariño todavía más falso. A ello contribuyen con fuerza causas como las siguientes: ausencia (total o casi total) de hermanos con quienes compartir y repartir las atenciones, escasez de tiempo y de dedicación por parte de los padres, carencia de la figura paterna porque no existe, porque no está, porque no ejerce, o porque en sus modos de hacer las cosas no se distingue de la madre. A ello hay que añadir la falta de compromisos fuertes por parte de los adultos en campos como el religioso, social o laboral, falta de sobriedad en los medios materiales, influencia de los programas infantiles de televisión, dibujos animados y series al uso, etc.

La educación en la familia se basa en la superioridad física, cronológica y moral de los padres respecto de sus hijos. La superioridad física (citius, altius, fortius: más rápido, más alto, más fuerte) y la cronológica vienen dadas por la propia naturaleza, la superioridad moral cabe esperarla. Esta triple superioridad y la mera condición de padres confieren -o deberían conferir- una autoridad sobre la prole que es la base indispensable sobre la cual llevar adelante la tarea educadora y formativa. Como se ve, se trata de algo muy simple, que brota de la naturaleza misma del hombre y que viene dado por la existencia de padres e hijos (incluidos los abuelos). Con esta estructura de convivencia básica y fundamental los niños se han hecho hombres y mujeres, se ha organizado la sociedad, se ha generado y transmitido una cultura brillante, se ha hecho la historia y se ha levantado toda una civilización, la civilización cristiana, que no admite parangón con ninguna otra, se mire por donde se mire. La misma que por renunciar a su identidad, ha socavado sus cimientos, se ha minado a sí misma a paso rápido y se encuentra ahora en estado de coma. Lo que se necesitó para levantarla -que es lo mismo que hemos perdido- es bien poco y bien sencillo: un hombre y una mujer unidos en matrimonio, una prole numerosa y una acción educadora de los adultos sobre los menores basada en la autoridad de los primeros y reforzada por el apoyo social de unos criterios y unos valores socialmente asumidos, cuya fuente y raíz común ha sido la fe cristiana.

A lo largo de siglos y siglos las sucesivas generaciones han instruido y educado a los hijos con resultados aceptables. Ha habido luces y sombras, se han cometido errores siempre, pero el balance global es bueno. Esto se sabe porque podemos conocer los testimonios de gratitud de los hijos hacia los padres y sabemos que han sido generalizados; en cambio de esta generación nuestra, caben dudas que pueda decirse lo mismo en el futuro. Quizá convenga recordar que las masas de población han sido mayoritariamente analfabetas hasta muy entrado el siglo XX. Con esto no se está minusvalorando la instrucción, que es bien necesaria en todos los órdenes, y cuanta más mejor, pero sí se pone de relieve que para llevar adelante una razonable educación familiar no hacen falta ni grandes ni especializados conocimientos.

La cosa, como puede verse, no es tan difícil. Hay que tener, eso sí, criterios claros, acción decidida y mucho sentido de la responsabilidad y del servicio para conducir sin soltar el volante. Y si me permites, lector, un último apunte, añadiré lo siguiente: hay que tener también temor de Dios, del cual dice la Sagrada Escritura que es el principio de la sabiduría.

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