DIFERENCIAS ENTRE SER BUENO Y SER SANTO :
Muchos cristianos viven hoy en la idea de que eso de la santidad es algo reservado para unos pocos. Que al fin y al cabo, el número de aquellos que han sido beatificados o canonizados son una ínfima minoría comparados con los millones y millones de fieles que han vivido en los últimos veinte siglos. Piensan que incluso aunque se acepte que, aparte de los que figuran en el santoral, hay tantos o más cristanos que podrían haber alcanzado ese “reconocimiento público” de haberse conocido sus vidas, siguen siendo una porción escasísima del total.
Una gran parte de aquellos que piensan así tienen una actitud parecida a la del joven rico con el que se encontró Jesús:
Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios.
Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre».
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Mc 10,18-20
He ahí el típico ejemplo de “buen” creyente, de “buena” persona. No mata, no roba, no adultera, no se pasa la vida acusando al prójimo de mentiras, quiere a su familia, especialmente a quienes le dieron la vida,etc. Ciertamente hoy vivimos en una época en que al menos la cuestión del adulterio no parece ser tan “importante». En relación al matrimonio, aquello de que el amor “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” y “nunca deja de ser” (1ª Cor 13,7-8) parece enterrado bajo la idea de que el amor dura hasta que dura, y cuando acaba te puedes buscar otro.
Pero aun concediendo que se es también fiel en el amor conyugal, el considerarse a uno mismo lo suficientemente bueno para heredar la vida eterna se va a encontrar de bruces con las palabras de Cristo:
Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme».
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
Mc, 10,21-22
Jesús lo amó. Tengamos bien presente ese hecho. Ante el joven que buscaba ser salvo y había llevado una vida que encajaba dentro de los parámetros por los que se le podía considerar una “buena persona», el Señor no reacciona manifestando cierto desdén sino amor. Y tanto le amó, que le dio la clave para salvarse: “Deja todo y sígueme».
El joven, el mismo que cumplía los mandamientos, el mismo que había sido un buen hijo, un buen ciudadano y un buen creyente, tenía algo que estaba por encima de su amor a Dios. En su caso eran las riquezas materiales. Entonces Cristo dio una de las enseñanzas claves del evangelio:
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!».
Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios».
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?».
Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».
Mc 10,23-27
Imaginemos a los apóstoles contemplando la escena. Ven que ese chaval era muy buena gente, que cumplía los mandamientos. Esperaban seguramente que Cristo le dijera: “querido, si haces eso, ya te has salvado». Pero no, se encuentran con que el Señor quiere más, mucho más, que un simple cumplimiento de sus preceptos. Quiere ni más ni menos que le entregue todo su ser, que no haya un resquicio que se guarde para sí. No es que cumplir los mandamientos no sea necesario. Simplemente, no basta. Y como no basta, los discípulos hacen exactamente la misma pregunta que el rico, ¿»quien puede salvarse?», pero creyendo que la respuesta es prácticamente nadie. Y Jesus les dice que ciertamente es imposible para un hombre salvarse, pero Dios puede hacerlo.
Efectivamente, solo Dios puede poner en el alma aquel verdadero amor por El que nos conduce a la salvación. Un amor que está por encima de cualquiera de nuestros deseos. Un amor que esta incluso por encima de nuestro amor a nuestros seres queridos, sean padres, cónyugues, hijos, hermanos, amigos.
Aquel que nos ha dado todo, nos pide todo. Y nos pide todo porque nos concede darle todo. Aquel que, siendo Dios, sometió su voluntad a la del Padre, llegando a entregar su vida en la Cruz, pide que sometamos nuestra voluntad a Él, de forma que pueda presentarnos ante el Padre como verdaderos hijos suyos. Y como sabe que para nosotros tal cosa es literalmente imposible sin ayuda, nos concede el incomparable don del Espíritu Santo, que es quien nos transforma y nos capacita para entregarnos por completo a Dios.
Todos, y quien diga lo contrario miente, tenemos algo en nuestras vidas que todavía no hemos entregado a Cristo. Pueden ser las riquezas materiales, puede ser cualquier apego desordenado, puede ser lo que sea. Escuchamos a Cristo diciéndonos “deja eso y sígueme», y fruncimos el ceño. “No, Señor, eso, si no te importa, me lo quedo», replicamos. Pero lo que Dios quiere de nosotros no es aquello que ya nos ha concedido darle, sino precisamente esa parte que todavía no hemos sometido a su soberanía divina. Y he aquí la buena noticia: Dios hará todo lo que está en su mano para que se lo demos. Su gracia cubre nuestros pecados mientras dura ese proceso. De lo contrario, estaríamos condenados sin remedio. Pero esa misma gracia obra en nuestras almas un doble proceso: primero, querer entregarle lo que hemos reservado para nosotros. Segundo, entregárselo. Si movidos de la gracia aceptamos que Dios ponga en nosotros el deseo de poner a sus pies todo nuestro ser, indefectiblemente creceremos en santidad. No seremos simplemente “buenas personas». Seremos santos, que es a lo que hemos sido llamados y para lo que hemos sido salvados.
No nos asustemos si vemos que son “demasiadas” las cosas que no hemos entregado a Dios. Simplemente, quedémonos al lado de Cristo. No huyamos de su abrazo amoroso como hizo el joven rico. Permanezcamos por gracia con el Señor en la oración, en la Eucaristía, donde Él se dona para que entremos en plena comunión con su divina persona. Dejemos que perdone nuestros pecados. Imploremos al Espíritu Santo que obre la santificación en nuestras vidas. Pidamos la intercesión de su Madre para que podamos decir sí a sus palabras en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Eso, y no otra cosa, es ser cristiano.