Durante un tiempo fui vecino de un médico cuyo pasatiempo era plantar árboles en el enorme patio de su casa. Desde mi ventana veía cómo día a día los plantaba. Lo que más me llamaba la atención era que no regaba los arbolitos. Tanta era mi curiosidad que fui a preguntarle.
Así, los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes.
Al cabo de un tiempo fui a vivir a otro país, cuando después de varios años regresé a mi antigua casa, noté que mi vecino había cumplido su sueño, tenía un hermoso bosque.
De pronto llegó el rigor del invierno y en un día muy ventoso, cuando todos los árboles de la calle estaban arqueados por el viento, pude notar la solidez de los árboles de mi vecino, que casi ni se movían.
Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, al ser privados de agua, les había beneficiado mucho más, que el confort o un trato mucho más delicado.
Todas las noches antes de ir a acostarme doy siempre una mirada a mis hijos. Les observo y veo cómo ellos van creciendo.
La mayoría de las veces, le pido a Dios que sus vidas sean fáciles, para que no sufran las dificultades y agresiones de este mundo, pero, ver el bosque tan firme, me ha llevado a reflexionar.
De ahora en adelante pediré a Dios que mis hijos crezcan con raíces profundas; para que se fortalezcan y puedan enfrentarse a las circunstancias y los sinsabores de la vida.
“Siempre pedimos que las cosas sean fáciles, pero en verdad lo que necesitamos es pedir que en nuestro interior se formen raíces fuertes y profundas; de tal modo, que cuando las tempestades lleguen, sin previo aviso y los vientos helados soplen, seamos capaces de resistir en lugar de ser derrotados y destruidos como lo son los árboles sin raíces profundas”