Miramos, admiramos, observamos, pero “no sabemos ver”. Es un requisito imprescindible, estar dotados de sensibilidad para ser capaces de conmovernos con tantos “milagros” que a diario nos rodean.
Nuestra visión no debiera depender exclusivamente de los ojos. Debiéramos de trabajar y cultivar la manera de apreciar cada momento que respiramos y que pudiendo percibirlo como algo maravilloso, sin embargo pasa desapercibido en multitud de ocasiones.
Nuestra mirada debería de ser estética, siendo capaces de profundizar en la fortuna que tenemos de formar parte de una imagen cercana (un abuelo al sol en su banco, una sonrisa de niño, las hojas en movimiento de los arboles, el azul del cielo, un verde mar, la lluvia que moja, el sol que brilla) admirar en fin, un mundo que no reduzca nuestra óptica de belleza a algo “estático y vulnerable”.
Cada respiración, cada paso que damos, está rodeado de grandeza. La magnitud de su belleza nos invade, pero tenemos la obligación de valorar con el corazón nuestro mundo más cercano y domesticar nuestras pupilas. Disponer de un tiempo para encontrarnos con cualquier ser que nos conmueva con su sensibilidad también es otro tipo de milagro.
En definitiva: los milagros se descubren a diario si podemos ver todos los matices de la luz. Nuestra realidad está llena de prodigios, pero sólo aquellos que tienen una percepción agudizada y sensible, serán capaces de distinguir y disfrutar de la diferencia entro lo natural y lo extraordinario.
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