viernes, noviembre 1, 2024
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La virtud de la Gratitud y la Veracidad

La virtud de la Gratitud y la Veracidad

La Gratitud

La virtud de la gratitud “tiene por objeto recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido”.

Hija potencial de la justicia y de la humildad, la gratitud es el sentimiento por el cual nos sentimos obligados a estimar el beneficio o favor recibido y a corresponder a él de alguna manera. El bienhechor, dándonos gratuitamente alguna cosa a la que teníamos derecho o no, se hace acreedor de nuestra gratitud y, en todo corazón noble, brota espontáneamente la necesidad de demostrárselo cuando tengamos ocasión de hacerlo. La gratitud nos hace tomar conciencia de que somos deudores y nos lleva a admitir que los dones, gracias, favores y ayudas recibidas cada día merecen un reconocimiento Esta virtud por lo tanto, valora la generosidad de quien nos lo ha dado y mueve nuestra voluntad para corresponder a estos dones, aprovechándolos, desarrollándolos y poniéndolos al servicio de los demás. De ahí que sea vil y nos degrade el feo pecado de la ingratitud.

La verdadera gratitud no es sólo decir gracias. Es agradecer con el corazón es la respuesta que brindan las personas nobles ante los beneficios recibidos. Hay algo innoble en el permanecer impasible ante un beneficio recibido. Séneca, que era pagano, ya decía que: “Es ingrato el que niega el beneficio recibido; ingrato es quien lo disimula; más ingrato quien no lo descubre y más ingrato de todos quien se olvida de él”. También reza el refrán popular: “No es bien nacido quien no es agradecido”. La gratitud también nos moverá a valorar lo que tenemos y no a enumerar lo que nos faltaAgradecer lo que se tiene y lo que se ha recibido debiera ser una actitud inteligente y positiva ante la vida. Primero Dios (con quien tenemos contraída la mayor deuda) que nos ha dado la vida sacándonos de la nada. Agradecerle que si bien nuestro hijo está mirando televisión en el sofá y su cuarto no está todo lo ordenado que quisiéramos, signifique que está en casa y no en la calle… Que todo el trabajo que tengo en mi hogar significa que tengo una familia con seres queridos de quienes tengo que ocuparme… Que si los pantalones me quedan ajustados y me ponen de mal humor significa que tengo mas para comer de lo que realmente necesito… Que si tengo que cortar el césped, podar la enredadera y arreglar las persianas significa que tengo una casa… Que si a la noche estoy cansada de trabajar significa que tengo trabajo… Que si no tolero a la señora que desafina en el banco de atrás cuando canta en misa significa que puedo oír… Que si no soporto el despertador a la mañana es porque significa que estoy vivo… Agradecer a Dios que nos permitió la maravilla de poder ver… de poder caminar… De poder oír el murmullo de las olas y el canto de los pájaros… De poder experimentar la inigualable experiencia de enamorarnos… De disfrutar de los sentidos mientras que otros muchos no pueden.

Sirva esta anécdota como ejemplo a lo que digo. Había un ciego sentado en la vereda con una gorra a sus pies y una tabla de madera donde se leía: “Por favor, ayúdeme. Soy ciego.” Una persona que pasaba se detuvo delante de él y vio las pocas monedas que había en la gorra. Le pidió permiso para escribir algo distinto. Tomó la tabla de madera, borró el anuncio y escribió otro con una tiza, volviendo a ponerlo sobre los pies del ciego y se fue. Al día siguiente, al pasar por el mismo lugar frente al ciego, vió que la gorra estaba llena de monedas y billetes. El ciego, que reconoció sus pasos le preguntó que había escrito en el cartel: “Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, sólo que con otras palabras”. El ciego nunca lo supo pero su cartel ahora decía: “¡Hoy es primavera y no la puedo ver!”…

En segundo lugar, debemos sentir gratitud hacia nuestros padres que nos trajeron al mundo, que nos cuidaron, que nos alimentaron y que seguramente nos han brindado afecto, seguridad, protección y educación. En el caso de que nada de esto nos hayan dado, igualmente les debemos la vida. Este sentimiento tan noble de la gratitud hacia su padre quedó maravillosamente expresado en la carta que el teniente Roberto Néstor Estévez, muerto en 1982 en la guerra de Malvinas, dejó plasmado en una carta de despedida escrita a su padre:

“Querido Pipo:
Cuando recibas esta carta, yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios nuestro Señor. Él que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en el cumplimiento de mi misión; pero fijáte vos ¡qué misión! ¿No es cierto? ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas para recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas nuestra soberanía?. Dios, que es un Padre generoso, ha querido que este su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria. Lo único que a todos quiero pedirles es: 1) Que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo. 2) Que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza. Y muy importante. 3) Que recen por mí. Pipo, hay cosas que, en un día cualquiera, no se dicen entre hombres, pero hoy debo decírtelas: Gracias por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tener tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy y que es fruto de ese hogar donde vos sos el pilar.

Hasta el reencuentro, si Dios lo permite. Un fuerte abrazo. Dios y Patria ¡o Muerte!

Roberto”(1).

De camino hacia Jerusalén, Jesús pasaba entre Samaria y Galilea. Al entrar a una aldea vinieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y comenzaron a gritar: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros!”. Él, al verlos, les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en alta voz y se postró a los pies de Jesús dándole gracias. Era un samaritano. Jesús preguntó: “No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? Tan solo ha vuelto a dar gracias a Dios este extranjero? Y le dijo: “Levántate, vete: Tu fe te ha salvado”. (Luc. 17, 11- 19). Jesús lo puso de ejemplo pero se entristeció por los otros nueve. Los otros nueve se fueron con el cuerpo sano a rehacer su vida, seguramente abrazar a los suyos y recomenzar una vida nueva, pero el samaritano no sólo quedó curado en el cuerpo sino en el alma: “Tu fe te ha salvado”.

La narración es más impresionante si recordamos lo que significaba la lepra en el siglo primero. No sólo era repugnante, destructiva e incurable. Era también temible por sus efectos sociales. El leproso era aislado de su familia y del resto de la sociedad junto con los otros leprosos. Tan riguroso era este aislamiento físico y el terror de contagiarse que el leproso debía gritar al acercarse a cualquiera: ¡Inmundo!. Padecer lepra en aquella época era como estar muerto en vida. Ningún médico humano podía curarla. Pero un día hubo 10 leprosos que se encontraron con Jesús y fueron curados. Tan sólo uno se dio vuelta a agradecerle, lo cual marca una proporción de un 10% de personas que son agradecidas. ¿Qué explicación tiene el comportamiento de los otros nueve? La falta de humildad de reconocerse deudores del bien recibido, que a veces nos resulta insufrible. Desgraciadamente el comportamiento de estos nueve desagradecidos tendrá millones de seguidores en el resto de los siglos. La gratitud hace la convivencia humana más pacífica y armoniosa, introduce la cortesía, el buen orden y la serenidad, llevándonos a valorar los sacrificios ajenos. Desde actos cotidianos y sencillos como quién cocinó la torta que comemos, quién nos trajo un regalo de cumpleaños o hasta quién nos cuida cuando estamos enfermos.

Es un deber moral el sentir y demostrar nuestra gratitud hacia los sacerdotes que nos administraron los Sacramentos y nos reconciliaron tantas veces con Cristo, hacia las catequistas que nos enseñaron durante horas y en salones muchas veces fríos y destemplados las bases de nuestra fe (que nos han servido para vivir). Hacia los amigos y colaboradores que nos hacen la vida tanto más agradable con su compañía y sus experiencias agradables compartidas. Hacia los maestros que nos sacaron de la ignorancia y nos facilitaron el apasionante mundo del saber, muchos de ellos por míseros sueldos o llegando a la escuela rural después de haber hecho dedo en la ruta por horas y diariamente. Hacia nuestros soldados que nos defendieron del enemigo en las gélidas aguas y tierras de las Malvinas cuando estuvimos en guerra. Agradecer y sentirse en deuda con todo esto y con todos ellos nos harán mejores personas y más felices.

El tema es entender que lo que nos ennoblece y nos mejora como personas no es el exigir sino el agradecer. El tener una actitud siempre de gratitud nos llevará a cuidar también las cosas (desde los muebles del colegio, mi cartuchera y mi mochila, hasta los árboles y los bancos de la plaza pública) porque alguien hubo en algún momento que se ocupó de comprarlos y (en el caso de los árboles) de ponerlos para que nosotros disfrutáramos de ellos. Tomar conciencia además que hay millones de personas que no los tienen. Tantas veces las personas que hemos sido beneficiadas no hemos sabido detenernos y darnos vuelta para agradecer los beneficios recibidos como aquellos nueve leprosos y nos resulta más fácil decir superficialmente que fue “la vida” quien nos lo dio todo y no alguien en concreto que nos hará deudores. Oímos decir muchas veces: “La vida me ha dado mucho”, pero la vida es solamente un camino por el cual transitamos, y lo que vamos recibiendo en ella no es circunstancial sino providencial. Dios está detrás del don de la vida, de los padres que nos educaron y nos generaron un hogar y un bienestar, de los profesores que nos enseñaron, de los amigos que nos ayudaron, de los dones recibidos como el poder ver, oír, caminar, entender, amar.

La gratitud ni humilla ni esclaviza, simplemente es la memoria del alma. Es grandeza de espíritu, es magnanimidad. Entre la persona que da y la que recibe se establece una corriente de afecto que une y enriquece a las personas. De ahí que no se trata de transitar por la vida creyéndonos merecedores de todo, llenos de exigencias, insatisfechos y desagradecidos, sino recordando la sentencia: “Si das olvídalo, si recibes recuérdalo”.

Lo que nos esclaviza es nuestro orgullo, de ahí que empieza por “ponerte de rodillas para agradecer a Dios que estás de pie”. ¿Por qué esa resistencia a reconocernos en deuda? ¿Por qué nuestra ingratitud, nuestra falta de reconocernos deudores? Muchas veces es por falta de formación y por ende de educación, pero otras muchas veces es por soberbia, por falta de humildad. En reconocer que nos han ayudado y estamos en deuda.

Notas
(1) “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 583.
(4) “Dios en las trincheras”. Rev. Padre Vicente Martínez Torrens. Ediciones Sapienza. Pág.

La Veracidad

La veracidad es la virtud que “inclina a decir siempre la verdad y de manifestarnos al exterior tal como somos interiormente” (1)

Es la virtud que marca el amor a la verdad, que nos lleva a decir y manifestar siempre la realidad que hemos descubierto con la inteligencia y aplicarla primeramente a nosotros mismos. Principio básico para confesarnos bien, el de llamar a las cosas por su nombre. Aún a costa de nuestra propia imagen (principal motivo por el cual generalmente mentimos).

La existencia de la Verdad superior (que es Dios) es la máxima aspiración de la inteligencia humana y marca la vida del hombre, según la aceptamos o la rechazamos. Lo más profundo, las decisiones más importantes y radicales en la vida de una persona, siempre tendrán que ver con la postura que el hombre tome frente a la Verdad, que no nace ni nació de la cabeza de ningún filósofo sino del mismo Jesucristo que se autodefinió: “Yo soy la Verdad”.

Hubo épocas (aún paganas) en que las mejores inteligencias estaban dedicadas a la búsqueda de la verdad, concretamente a la filosofía. Estaba “de moda” buscar la verdad. Era la propuesta social. En la época de los griegos (que eran paganos) 500 años antes de que el Hijo de Dios se proclamara como “La Verdad”, los griegos ya la buscaron, la intuyeron y la descubrieron con Aristóteles como su máximo exponente. Los griegos dieron lo máximo de sí. Faltaba la encarnación y la revelación.

Aquella persona plena y de pie, con su inteligencia desarrollada, decía: “esto “es” una flor”. Con el paso de los siglos los hombres comenzaron a dudar y decir: “yo “creo” que es una flor”. Ya la flor no impuso más la verdad objetiva al intelecto. Ahora, con nuestro intelecto en decadencia decimos: “Yo “siento que es una flor”… Esto muestra la decadencia que ha sufrido la persona.

“Sentir” es una tarea de los sentidos, cuyo fin es infirmar (si es suave, áspero, caliente o frío) y no juzgar. Sobre lo que es falso y verdadero. El juicio sobre lo que es falso y verdadero es tarea propia de la inteligencia. Si voy a misa, no es porque los sentidos me dicen que me “gusta” y porque tengo ganas, sino porque el intelecto, mi inteligencia adhiere al mandato de la Iglesia de rendir culto externo a Dios y mi voluntad lo ejecuta. Si no “sentimos” nada, pero cumplimos con el mandamiento de dar culto público a Dios, tiene igual valor, o más. Quien conoce la Verdad, (que es Dios), y se somete a ella, no es una persona que se cree superior, sino una persona que conoce mejor la compleja naturaleza de la persona humana y su destino trascendente. Conocerla, aceptarla y predicarla tampoco significa que encarnemos a la perfección lo que predicamos. Nosotros no somos la medida de la verdad. Podemos y debemos transmitir más de lo que encarnamos. Haremos con nuestras vidas privadas lo que podamos o lo que queramos pero, si conocemos la Verdad, debemos transmitirla intacta a los demás. Los consagrados, especialmente los sacerdotes y religiosas, como han optado públicamente por el modelo de Jesucristo, (que es la Verdad), tienen mucho más compromiso y responsabilidad que el resto de los fieles de transmitirla tal cual es con el testimonio de sus vidas.

A partir de la aceptación de la Verdad, reconoceremos las verdades objetivas que derivan de la ley de Dios. Dios es la verdad. Todo lo que El enseña es verdadero. Lo que El enseña como bueno es lo bueno y lo que El enseña como malo es malo. Dios nos enseña lo que las cosas son en sí. Las cosas no son malas porque Dios las prohíbe, sino que Dios las prohíbe porque son malas para nosotros. Por ejemplo: me está prohibido darle un beso apasionado al señor que tengo al lado. ¿El beso es malo en sí? No. En ese caso es malo porque el señor de al lado es el marido de otra mujer y no el mío. Si fuese el mío estaría bien.

Dios nos ha dado leyes porque nos cuida y sabe qué es lo bueno para nosotros. Negar la Ley de Dios como el Bien objetivo quiere decir que nos levantaremos nosotros como legisladores de lo verdadero, lo bueno y lo malo y entonces las arenas comenzarán a ser movedizas y nos tragarán. Esta fue la tentación que Satanás utilizó con Adán en el Paraíso. No le dijo la verdad y le mintió. Indagar en el árbol del Bien y del Mal, ser legislador del Bien, y del Mal es el demonio total de Dios.

Lamentablemente el que no está en la verdad está en el error, aunque hoy nos guste llamarlo “posturas personales” para darle un tinte más informal, para hacerlo menos trágico, porque en el fondo lo que queremos hacer es tapar el drama de la posibilidad de nuestra propia condenación eterna.

La verdad es la realidad de las cosas. Está íntimamente relacionada con la simplicidad, que rectifica la intención apartándonos del doblez, que es manifestarnos exteriormente en contra de nuestras verdaderas intenciones, y con la fidelidad, que inclina a la voluntad a cumplir con lo prometido, conformando así la promesa con los hechos. Debemos aprender a amar la verdad desde la más tierna infancia ya que, como todas las virtudes, para que se nos haga natural el hábito del bien, hay que ejercerlo continuamente y cuanto antes comencemos mejor. Lo dijimos al hablar de la responsabilidad. Si al caminar un niño de 3 años se choca con la mesa, la culpa no será de la mesa que “es mala” (como le decimos en voz alta y pegándole a la mesa). La verdad será que se chocó con la mesa porque calculó mal y que debe aprender a mirar por donde camina. De a poquito hay quedecirle al ser humano que no cometa torpezas, tratando de hacerle la verdad dulce, tierna y accesible para que aprenda y no la rechace, pero no tan dulce para llevarla hasta la mentira. Entender y comprender el por qué de nuestros comportamientos para corregirlos (lo que San Ignacio llamaba “el desorden de nuestras operaciones”) nos ordenará y nos hará más fácil la vida. No siempre estaremos obligados a ser veraces, pero sí, estamos obligados a no mentir jamás. Se debe decir la verdad a nuestro prójimo siempre y únicamente que sirva para su bien. Cuando la caridad, la justicia u otra virtud nos exijan no decir la verdad siempre podremos buscar un pretexto para no decirla totalmente y crudamente porque primero está la caridad. Pero jamás es lícito mentir directamente ni siquiera para conservar la vida u otro bien temporal. La caridad, por ejemplo, nos impedirá decirle a nuestro amigo que sabemos que es hijo de otro padre, o que su madre tiene un amante. Curiosamente en general es en estos ámbitos en donde somos veraces y no deberíamos serlo, porque en estos ejemplos generalmente ni ayuda ni es necesario.

Debemos amar la veracidad y el hábito de llamar a las cosas por su nombre y no endosar nuestras faltas a nuestro prójimo cuando somos también responsables de las situaciones. Por ejemplo: No acusar a nuestra madre del desorden en nuestro hogar (cuando ella trabaja todo el día afuera para mantenerme) si yo soy incapaz de dar una mano y de colaborar en la casa. La verdad es que mi falta de colaboración agrava el desorden. Acusar al profesor de ser demasiado exigente y aplazarme, cuando la verdad es que no he estudiado lo suficiente. Acusarse entre padres de no poner límites a los hijos cuando la verdad es que ninguno de los dos lo hace. De ahí la importancia de aplicarnos la verdad objetiva de cada situación para con nosotros mismos, (para conocer nuestras faltas, confesarlas y corregirlas). La Verdad compromete y nos obliga. Nos exige tomar partido. Hay algo dentro de nosotros que nos reclama coherencia entre lo que pienso y lo que hago. Si acepto que la Verdad existe no puedo livianamente actuar en contra. Si lo hago, la conciencia me pesará y me remorderá, reprochándome mi accionar.

Tengo que vivir como pienso porque sino terminaré pensando como vivo. El hombre moderno es muy reacio a sacrificar sus ideas personales en aras de una verdad objetiva. Ni siquiera está habituado a hacerlo pero, como necesita justificar sus actos, si no son coherentes con su manera de pensar, modificará la manera de pensar para no renunciar a lo que está haciendo (drogándose, robando, emborrachándose, robándole al socio o saliendo con un separado). De ahí que tomará el vuelto que hay en el cajón pensando “total es de mamá y si es de ella… es como si fuese mío”… Se pasará horas chateando con la amiga en la oficina “porque total soy tan eficiente que me lo merezco”… Se llevará la toalla del hotel “porque todos se la llevan…” Y así se empieza… Las generaciones más jóvenes ya se han criado en un relativismo, escepticismo y un subjetivismo que ha resultado ser un verdadero sida para el alma quitándole todas las defensas morales.
Los errores más comunes contra la Verdad son:

El relativismo en la filosofía que niega las verdades absolutas (como Dios y Sus leyes) y dice que todo es relativo, que todo puede ser de una manera u otra. Por ejemplo: que es igual casarse que juntarse. Que es igual lo que opine sobre energía nuclear el físico especialista que el futbolista que llega de jugar el mundial y lo entrevistan en el aeropuerto. Al negar lo Absoluto (quen es Dios) todo puede ser de una manera u otra, todo depende del color del “cristal con que se mira”.

El subjetivismo que es cuando prevalece nuestro modo de pensar o sentir y no lo que es bueno o malo según la verdad objetiva (que es Dios y sus Leyes). Lo que “yo” creo que es bueno, será bueno (como emborracharme, dormir hasta medio día, gastarme todo mi sueldo en ropa, drogarme, cambiar de pareja a mi antojo y continuamente, atiborrarme de pornografía o quedarme el día entero tirado en una cama mirando un vídeo). Si yo lo quiero bastará. Ese será el fundamento suficiente. La Iglesia que es Madre y Maestra enseña que el trabajo dignifica al hombre porque contribuye a mejorar la Creación y debo esforzarme para ganar mi sustento. Pero si “yo creo” que es mejor para mí robar para obtenerlo, eso es lo que haré, independientemente de lo que enseñe la ley moral objetiva superior a la mía.

El escepticismo es la falta de aceptación de una verdad objetiva. Primero tomo una postura relativa (todo puede ser igual depende como se lo mire) luego una subjetiva (todo depende si a mí me parece bueno o no y no que lo
sea en sí) y termino en el escepticismo que es la doctrina que dice que la verdad no existe y que el hombre es incapaz de conocerla, aún en el caso de que existiera. Esta incredulidad es insana para el hombre porque lo deja sin las certezas que lo arman espiritualmente y le dan sentido a su vida. Y es por eso que, en las “Cartas del diablo a su sobrino”, el diablo viejo, cuando alecciona a su inexperto sobrino, el diablo joven, para perder a las almas, le dice a modo de consejo experimentado: “Acuérdate que estás ahí para embarullarle; por como habláis algunos demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar “… (2) “Mantén sus ideas vagas y confusas y tendrás toda una eternidad para divertirte…(3)

Los pecados opuestos a la veracidad son: la mentira, (que es decir lo contrario de lo que se piensa interiormente), la hipocresía (que es mentir no sólo con palabras sino con los hechos, queriendo hacerse pasar por lo que uno no es), la jactancia (que es atribuirse excelencias o méritos que no se tienen para elevarse por sobre lo que uno es), la ironía (que es la burla fina y disimulada por medio de la cual se intenta dar a entender lo contrario de lo que se cree), y la falsa humildad (negar conocimientos que en realidad se tienen).

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