*Una interesante reflexión sobre la misa, su significado y su envío a ir afuera a ser constructores del Reino de Dios.
Durante las celebración dominical de la misa suelo prestar mucha atención a las moniciones de la Oración Universal, por lo general se hacen por las realidades sociales inmediatas, por los países y el mundo entero al escucharlas no puedo evitar emocionarme.
Lo mismo me ocurre cuando al final de la celebración el Sacerdote pronuncia la bendición de cierre “Podemos ir en paz para amar y servir a Dios” y es que inevitablemente pienso en el increíble poder transformador que tiene esa comunidad de fieles, todo el amor potencial, las posibilidades para el bien parecen infinitas cuando imaginamos lo que pasaría si se interiorizará la Palabra como guía, la Eucaristía como fuerza, el compromiso que implica recibir esa bendición final, que es más bien un envío para la semana que se inicia.
La palabra misa viene de las palabras latinas de la despedida, Ite, missa est, que significan “¡Vamos, somos enviados!”. Greg Pierce en su ensayo “La misa vista a través de los lentes de la despedida” señala que el verbo latino del cual viene la palabra missa deriva del verbo mittere. Dicho verbo significa “enviar fuera”. Esta simple aclaración lingüística tiene grandes implicaciones para nosotros los católicos, cuando la celebración acaba, se renueva nuestra misión de construir el Reino de Dios. Así que cada vez que al final de la celebración pronunciamos “Demos gracias a Dios” debemos hacerlo con la cabeza muy erguida, sintiéndonos dignatarios de las promesas del Señor para con la humanidad.
Con esta visión debemos valorar a la misa como una celebración activa y llena de significado para nuestro día a día. En la Liturgia de la Palabra el Sacerdote presta su voz a Cristo que a través del Evangelio habla e invita a revisar la rutina. En el Ofertorio se encuentra la ocasión perfecta para entregar todo lo que somos, realidades y proyectos, fortalezas y debilidades. En el Rito de la Comunión hay un encuentro real con Cristo, humildemente y por amor Él se hace pan para que podamos recibirlo en el corazón. Verdaderamente cuando un católico ha recibido la Eucaristía su rostro resplandece, su corazón es dotado del poder extraordinario del Espíritu Santo.
La misa es entonces como una semilla, y la tarea es cosechar generosamente la Palabra y el Amor que hemos recibido. Fortalecidos y enviados debemos darle sentido cristiano a cada uno de los aspectos de la vida: familia, trabajo y negocios, formación académica, amigos, noviazgo, ciudadanía. Verdaderamente si nos mantenemos consientes después de cada Eucaristía de que somos portadores del amor y la fuerza de Cristo cada aspecto de nuestras realidades colectivas e individuales sería transformado según el plan divino de Dios. Esa conciencia permanente bastaría para cambiar desde los malos tratos cotidianos hasta las ocasiones en los que la ética cede ante la corrupción de instituciones y gobiernos, un sistema virtuoso inspirado en la misión de construir el Reino de Dios.