La fuerza de voluntad libera a las personas de las cadenas de su propia debilidad. Las hace más libres, porque la libertad exige posesión, es decir, señorío de uno mismo, y quien no logra dominarse a sí mismo no puede ser realmente libre.
Cuando una persona, haciendo uso de la libertad, elige obrar mal, el vicio correspondiente acabará por atraparle y, entonces, esa libertad no será tal libertad. Las personas libres hacen las cosas «porque les da la gana», no simplemente «porque les viene en gana».
La verdadera libertad es aquella que es capaz de elegir dentro del bien. La libertad puede elegir el mal, es cierto, pero dentro de esa mala elección hay siempre una merma en la misma libertad, una autocondena de la libertad que poco a poco se esclaviza al error.
Algo similar sucede cuando una persona, a la hora de decidir qué va a hacer, no se enfrenta con valentía a la realidad de las cosas, para calibrar su verdadera conveniencia, sino que cae en un oscuro género de escapismo, de engaño y huida de uno mismo, cosa siempre bastante triste.
El escapista busca vías de escape frente a los problemas, pero no los resuelve. Se evade. Esquiva la incomodidad a toda costa. Teme a la realidad. Ignora sus consecuencias futuras. Si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.
Cuando una persona actúa diciendo cosas como «no sé si está bien o mal, pero me gusta y lo hago», está maniobrando torpemente para rehuir un compromiso que le resulta difícil de aceptar, pero al final acabará ligada a un compromiso mucho más lacerante y doloroso: su propia flojedad.
Por cerrar los ojos a la realidad, ésta no va a desaparecer. Cuando una persona comienza a internarse en el tenebroso mundo de la droga, cierra de alguna manera sus ojos a la realidad. Lo mismo sucede cuando un adolescente adquiere una dependencia más o menos seria del alcohol. O, en otro orden de cosas, al estudiante que es víctima de su frivolidad o su pereza, o al enamorado que no lo es tanto y está dominado por la lujuria, o al egoísta que ya no sabe dejar de pensar obsesivamente en sí mismo. Otros están cogidos por el juego, otros por el ansia de trabajo o de dinero, y otros incluso —hay de todo— por la compra compulsiva, los tranquilizantes o las máquinas tragaperras.
Son diversos ejemplos de adicciones que aguan la fiesta del placer. Ejemplos de personas que —si les queda la necesaria lucidez— no tardan en descubrir que si no se practica la templanza al final puede ser preciso acudir al médico. Es la propia naturaleza quien se encarga de castigarles con esa dura dependencia de su fragilidad.