sábado, marzo 15, 2025
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Santísima Virgen de la Divina Providencia

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Patrona de Puerto Rico

La devoción a la Virgen de la Divina Providencia se origina en el siglo XIII en Italia, de donde llegó poco tiempo después a España, en donde se construyó un santuario en Tarragona, Cataluña.

Se dice que el nombre de Divina Providencia, le fue asignado a la Virgen por San Felipe Benicio, quinto superior de los Siervos de María, quien en una ocación en la que él y sus frailes no tenían nada que comer, invocó la protección de su Patrona, al poco tiempo se oyó toques en la puerta del convento, encontrando al abrila dos canastas llenas de alimentos.

La imagen original venerada por los Siervos de María y otras órdenes religiosas italianas, es un hermoso óleo en el que aparece la Virgen con el Divino Niño dormido plácidamente en sus brazos. Se cuenta que el título «de la Divina Providencia», se debe a San Felipe Benicio, quinto superior de los Siervos de María, quien al invocar la protección de la Virgen un día en que sus frailes no tenían nada que comer, encontró a la puerta del convento dos cestas repletas de alimentos sin que se pudiese conocer su procedencia.

La imagen mandada a hacer por Don Gil Esteve fue tallada en Barcelona según el gusto de la época. Es una hermosa imagen sentada, «de ropaje, (es decir, hecha para ser vestida), y estuvo expuesta al culto en la catedral durante 67 años, hasta que en 1920 fue sustituida por otra magnífica talla, toda de madera, que es la imagen de Nuestra Señora de la Divina Providencia más familiar y conocida por las comunidades puertorriqueñas.

María se inclina sobre el Niño, que en total actitud de confianza duerme plácidamente en su regazo. Las manos de la Virgen se unen en oración mientras sostiene suavemente la mano izquierda del Divino Infante. El conjunto sugiere ternura, abandono, devoción y paz.

El Papa Pablo VI declaró a Nuestra Señora Madre de la Divina Providencia, como patrona principal de la isla de Puerto Rico mediante un decreto firmado el 19 de noviembre de 1969. En ese documento se decretó también que la solemnidad de la Virgen debía trasladarse del dos de enero, aniversario de su llegada a la isla, al 19 de noviembre, día en que fue descubierta la isla de Borinquen. Se quiso unir así los dos grandes afectos de los puertorriqueños; el amor por su preciosa isla y el amor por la Madre de Dios.

La talla más antigua, que data del 1853, fue la elegida para ser coronada solemnemente durante la reunión del Consejo Episcopal Latino Americano celebrada en San Juan de Puerto Rico el 5 de noviembre de 1976. La víspera del acontecimiento esta imagen fue vilmente quemada en la Parroquia de Santa Teresita de Santurce. Pero eso no detuvo la solemne coronación, que ocurrió en medio de la emoción y las lágrimas de millares de sus hijos y la presencia de cardenales, arzobispos y obispos venidos de toda Latinoamérica.

La imagen quemada fue enviada a España para ser restaurada. Actualmente espera la construcción del proyectado gran santuario nacional para ser allí colocada

La omisión, pecado y delito

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La omisión, pecado y delito :
En general es la abstención de hacer o decir algo. Más en concreto suele entenderse por omisión la actitud negativa de quien se inhibe ante un deber positivo, no haciendo algo a lo que está obligado. Es posible que esto suceda por pura pasividad, sin formar determinación de permanecer inactivo. Pero también puede ocurrir que la omisión se deba a propósito, expresamente formado. En el primer caso hay una omisión negativamente voluntaria; imputable o no, según urja o no un deber. En el segundo hay, además, voluntad de omitir, de suerte que la omisión y la actitud negativa son consecuencia de una disposición positiva.

La omisión en su sentido más concreto y habitual tiene especial relevancia en el campo del Derecho (delitos de omisión) y de la Moral (pecados de omisión). En el Derecho el tema no suele tratarse globalmente; en Moral puede hacerse un estudio general, que es el que fundamentalmente se presenta aquí.

En Derecho

En las leyes penales suele hacerse referencia a la omisión lo mismo que a la acción al definir los delitos (p. ej. el CP español, «son delitos o faltas las acciones y omisiones voluntarias penadas por la ley», art. 1). Para que una omisión sea delito tendrá que reunir las características de tipicidad, culpabilidad, antijuricidad y punibilidad. Pueden ser delitos de omisión el incumplimiento de ciertos deberes. En algunos casos reciben nombres específicos; así p. ej., puede haber delito de prevaricación por ciertas omisiones y negligencias en jueces, funcionarios públicos y abogados; también puede haber fraude fiscal por omisión; el abandono de familia es en general delito por omisión en el incumplimiento de deberes familiares. Otros casos de delitos de omisión son: no realizar una denuncia los que están obligados a hacerla; la omisión de auxilio o socorro; etc.

En Moral

Habrá pecado de omisión cuando urgiendo el deber de realizar positivamente un acto, se decide conscientemente no realizarlo, manteniéndose en pura pasividad o inercia. «Es de saber, escribe S. Tomás, que no siempre se le atribuye al agente la que resultó de una inhibición en el actuar, por no haber actuado; sino que se le atribuye solamente cuando puede actuar y tiene el deber de hacerlo. Efectivamente, si un capitán de barco no puede gobernar la nave, o no tiene encomendado su gobierno, no se le imputa el hundimiento de la misma, cuando sucede por falta de gobernalle. Cuando la voluntad puede impedir el no querer o el no obrar, queriéndolo y obrándolo, se le imputa la que no ha querido o no ha obrado, como a responsable de ello. De esta suerte, una cosa puede ser voluntaria sin que haya habido acto de quererla; acto que a veces falta externamente, pero no internamente, como cuando uno (interiormente) quiere no obrar; a veces falta aun internamente, como cuando uno no quiere obrar» (Sum. Th. 1-2 q6 a3).

Hay que distinguir, por consiguiente, entre voluntad, deliberada de no ejecutar lo debido, que siempre será pecado de omisión, como acto positivo pecaminoso de la voluntad, y conducta meramente pasiva, que sólo puede ser pecado de omisión, y lo será, cuando debía pasarse a la acción evitando un estado de cosas que se tenía deber de impedir.

Conducta pasiva y pecado de omisión

Sin duda hay pecado en la actitud pasiva de un sujeto, cuando tenía el deber de pasar a la acción para impedir con ella un mal, que pudo y debió evitar. El que, por oficio o compromiso, tiene que asegurar el orden o impedir el desorden, falta cuando se inhibe y deja hacer a los elementos perturbadores. Su deber positivo de garantizar un servicio o de cumplir su palabra le obligan a actuar, para que no suceda lo que está llamado a impedir, o para hacer efectiva su promesa. Peca, por consiguiente, el agente de orden público que no interviene ante una agitación callejera; el excursionista que en día festivo precipita la salida del lugar donde fácilmente podía oír Misa, yendo donde ya no podrá oírla, etc.

En cambio, hay que precisar más para que pueda calificarse como pecado de omisión aquello que hubiera podido evitar cualquiera sin gran inconveniente, pero que toleró inhibiéndose y no impidiendo que sucediera. Es el caso, por ejemplo, del que ve una riña en la calle y no interviene; o del simple ciudadano que ve a alguien pescando en tiempo vedado y disimula. En estos casos no sólo existen obligaciones de justicia, sino también de otras virtudes, por ejemplo, la caridad. Debe atenderse también a las circunstancias ya la gravedad resultante de la omisión para valorar debidamente la moralidad: así, pecaría sin duda contra la, caridad quien no avisase a una persona que se encuentra inadvertidamente en peligro de muerte, etc.

Los pecados de omisión y las leyes positivas

El pecado de omisión tiene lugar especialmente cuando urge un precepto de ley natural o positiva que obliga a salir de la inacción y ejecutar lo prescrito.

Toda ley exige que se utilicen los medios necesarios para cumplirla. Omitirlos cuando urge su cumplimiento es pecar contra ella. Exige también que se evite el peligro de no cumplirla y que se eliminen razonablemente los impedimentos que se oponen a su ejecución. No se puede observar una actitud pasiva que hará imposible la observancia de la ley en el momento en que es preciso hacerlo. Es menester cumplirla siempre que no haya causa excusante o eximente, evitando los impedimentos que puedan oponerse a ella. De lo contrarío se incurre en el pecado de omisión propiamente dicho.

Pecado de omisión, imperfección positiva y vocación

Cuestión muy debatida fue la cualidad moral de la imperfección positiva, es decir, la actitud indiferente ante una cosa mejor, que se le ofrece a uno como más razonable en una circunstancia concreta. Insistiendo en que lo menos bueno no es malo, muchos sostuvieron y sostienen que la imperfección positiva, la omisión de lo mejor, no es pecado. Otros opinan lo contrarío, alegando la falta de correspondencia a la invitación divina; el descuido, contrario a la caridad, de la propia perfección; la disconformidad misma que la preferencia de lo menos a lo más perfecto presenta ante el dictamen de la razón.

También se ha planteado el grado de responsabilidad que se contrae al no seguir una vocación de entrega a Dios, si es claramente percibida, y de nuevo hay división de pareceres. Para unos, ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición, ni el Magisterio obligan a pensar que la no correspondencia sea pecado. Para otros, existe obligación de seguir la llamada de Dios y, por consiguiente, insisten en la gravedad de rehusarla. En cualquier caso, hay que decir que la falta de correspondencia a la vocación divina ordinariamente significa falta de amor a Dios, al no querer cumplir su voluntad, con el consiguiente riesgo – a veces, de consecuencias irreparables – que eso supone para un alma.

Otros pecados de omisión

Son pecados de omisión respecto a Dios, la omisión radical de inquirir sobre la religión revelada, cuando aparecen motivos suficientes para sospechar que existe; el no aceptarla y profesarla si la ha conocido con suficiente certeza; el descuido de las providencias necesarias para mantener o recobrar la caridad divina y la vida de la gracia; la omisión de los actos de la virtud de religión necesarios para rendirle el culto debido o recabar la ayuda necesaria para la vida moral.

Respecto al prójimo hay una serie de posibles pecados de omisión, particularmente en el terreno de la caridad y de la justicia. Ambas exigen eliminar de la conducta todas aquellas actitudes negativas que privan al prójimo de los derechos o ayudas que le corresponden de nuestra parte (cfr. Mt 25,42 ss.). Las omisión de caridad dentro de las relaciones familiares adquiere una obligatoriedad y un matiz particular. Omitir la preparación adecuada para una profesión, tratar con descuido los instrumentos de trabajo, es siempre pecados de omisión, proporcionado al perjuicio que se prevé como probable consecuencia. Por la ley natural y por compromiso positivo, quien asume un cargo o una responsabilidad social, responde de su ejecución. Omitir la preparación o aplicación es injusticia que hace responsable de los daños que se sigan.

¿Y donde estaba Dios…?

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¿Y donde estaba Dios…? :
Quien le escribe es un joven de 18 años que sabe muchas cosas traumáticas de la vida y está conociendo acerca del amor de Dios, sólo que en su caminar le nace una interrogante: ¿Dónde esta Dios cuando ocurre una violación o un asesinato? ¿Dónde esta Dios cuando se clama auxilio? ¿Por qué no manda angeles a detener a los abusadores de inocentes? ¿Acaso si se viola a un niño se lo está castigndo por algo que ha hecho?

Perdone la crudeza de la pregunta pero creo que las dudas se resuelven cuando están candentes, le pido por favor me responda y me ayude. Gracias.

Empecemos por la parte más sencilla, de en medio de este conjunto de preguntas tan complicadas: cuando el inocente sufre no sufre «por algo que haya hecho».

La pregunta supone que Dios debería evitar que se cometieran injusticias. Lo que uno puede decir es: ¿en dónde empiezan las injusticias en las que Dios debería intervenir? Si sucede la violación de un niño, o incluso antes de eso: ¡un aborto!, lo que uno piensa es: «Ahí Dios debería haber intervenido» Pero si un empresario paga salarios de hambre a miles de obreros, ¿no debería intervenir Dios también ahí? Si un país invade injustamente a otro país, ¿no sería otro caso que Dios debería impedir? ¿Y no sería también motivo suficiente cuando un hombre casado, de veinte años de matrimonio, sale a su primera «aventura,» que en realidad es un adulterio, y que en realidad va a arruinar su vida, al de su esposa y al de sus hijos?

Por el camino de las «intervenciones» uno no llega muy lejos. O mejor dicho: uno llega a que Dios tendría que estar todo el tiempo suprimiendo la libertad que dio al hombre. Sería un Dios en perpetua contradicción consigo mismo.

Lo que Dios hace es muy distinto. Él no quita la libertad que dio pero tampoco renuncia a su propia libertad que es siempre sabia, poderosa y compasiva. Ejerciendo su propia libertad, Dios conduce la historia humana sin negar la obra de nuestra libertad. ¿Cómo? A partir de las consecuencias que puedan tener los actos perversos. Es decir: no todas las personas manejan del mismo modo el «después» de las cosas malas que les suceden. Hay personas, sin duda guiadas por Dios, que aprovechan los traumas de su niñez para hacer respetar los derechos de los niños. Hay personas que han conocido los horrores de la droga y hoy son los mejores terapistas y acompañantes de quienes quieren abandonar ese infierno. Hay personas que, siguiendo el ejemplo de Cristo, y sostenidos, sin duda, por el amor de Cristo, se levantan por encima del mal que les ha sucedido y muestran que son más grandes que las desgracias que los visitaron. ¡Ahí está Dios!

Las consecuencias de sobreproteger a los hijos

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Las consecuencias de sobreproteger a los hijos :
No podemos mantener a nuestros hijos en continua sobreprotección ni ocultarles de todos los peligros. Tarde o temprano se enfrentarán a la realidad ellos solos, y si no se prepararon a tiempo para ello, puede que no sepan salir del problema. Los padres debemos dejarles evolucionar para no entorpecer su desarrollo. En lugar de impulsar todas esas cualidades y valores que podrían hacer de ellos seres extraordinarios

En ocasiones, las ganas de que a los hijos les vaya todo estupendamente, llevan a los padres a anticiparse en la satisfacción de las necesidades de sus hijos y a evitarles cualquier contratiempo. Las consecuencias de sobreproteger a los hijos pueden perjudicarles más que beneficiarles, sobre todo, a largo plazo.

Nuestros hijos necesitan sentirse queridos, protegidos y cuidados por sus padres y su familia para así desarrollar un buen crecimiento emocional. Pero no debemos cometer el error de sobreproteger a los hijos ni salvarles en cada situación que les saque de su zona de confort.

Las consecuencias de sobreproteger a los hijos

¿Por qué tendemos a sobreproteger a nuestros hijos? Por falta de tiempo y miedo al fracaso. Aunque los padres queremos que nuestros hijos sepan salir adelante, buscarse la vida y afrontar el fracaso, a veces no les preparamos para ello, y lo que sucede es que:

– Terminan por no asumir ningún tipo de responsabilidad para su edad.

– Les acaba dando miedo hacer las cosas porque nosotros se la vamos a hacer mejor.

– No son capaces de actuar sin previa orden.

– No saben razonar ni toleran la frustración.

– Tendrán un escaso desarrollo de sus habilidades (vestirse, comer…) y adoptarán una postura de pasividad y comodidad.

– Su autoestima será baja y tendrán poca seguridad en sí mismo.

– Rehuirán los problemas en vez de tratar de enfrentarse a ellos y no sabrá cargar con las consecuencias de sus propios actos.

Dejar evolucionar a los niños es la clave para evitar la sobreprotección infantil
No podemos mantener a nuestros hijos en continua sobreprotección ni ocultarles de todos los peligros. Tarde o temprano se enfrentarán a la realidad ellos solos, y si no se prepararon a tiempo para ello, puede que no sepan salir del problema. Los padres debemos dejarles evolucionar para no entorpecer su desarrollo. En lugar de impulsar todas esas cualidades y valores que podrían hacer de ellos seres extraordinarios

Está bien que los padres y educadores quieran trabajar el desarrollo de ciertas habilidades fundamentales para la vida, como la autonomía, la proactividad, la comunicación y el manejo de la tecnología, entre otras, para ayudar a nuestros hijos y aconsejarles en cada uno de estos ámbitos. Pero formarnos nosotros para ayudarles a ellos no quiere decir que nos formemos por ellos.

Es normal que nosotros como padres nos veamos más preparados para afrontar ciertas situaciones en menor tiempo y con mayor éxito que ellos. Por eso, a veces nos vemos forzados a terminar lo que ellos empezaron para que así les salga mejor y lo acaben antes, pero no podemos dejarnos llevar. Tenemos que tener cuidado y saber equilibrar la balanza para que no se incline de todo hacia la autonomía total del niño ni hacia la invalidez absoluta.

Hay padres que desconocen lo que se le puede exigir al niño y fomentan conductas más infantiles de lo que le corresponde por su edad, y otros piensan que es mejor hacerles la vida más fácil tratando de anticiparse a cualquier necesidad de su hijo antes de que él mismo lo pida.

Consejos para evitar la sobreprotección infantil
Está en nuestra mano evitar estas conductas, entonces ¿qué podemos hacer para ofrecerle los cuidados que necesita para sentirse seguro y querido, sin caer en una excesiva protección?

– Deja que se enfrente a las dificultades, que se adapte al entorno y que desarrolle sus habilidades por sí solo.

– Déjale respirar, no te preocupes en exceso por su bienestar y salud.

– Trata de que aprenda a pensar por sí solo, a asumir nuevos retos y a adoptar sus primeras decisiones.

– Fomenta el juego con otros niños, sin la presencia constante de los adultos.

– No le des todo lo que pida o lo que creas que necesita. Enséñale el valor del esfuerzo.

– Ponte de su lado cuando lo necesite, pero para apoyarle, no para solucionar sus problemas y realizar sus tareas.

– Permite que pase algún tiempo con otras personas para «independizarse» un poco de sus padres.

– Trátale de acuerdo a su edad.

El momento de mayor unión espiritual con Dios

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El momento de mayor unión espiritual con Dios :
Después del ofertorio, empieza la plegaria eucarística. Comienza con el prefacio que converge en el canto del Santo. El momento central de la plegaria es la Consagración. En ella se transforman el pan y el vino, que hemos ofrecido, en cuerpo y en sangre de Cristo.

Participantes de un milagro

En la Consagración se percibe el mayor fervor y respeto en la iglesia. Sabemos que es un momento sumamente importante. Nos arrodillamos llenos de devoción para darle la bienvenida a Cristo, Rey y Señor nuestro, sin embargo podemos caer en el peligro de ser simples espectadores de este milagro. Podemos permanecer maravillados y asombrados pero anclados en nuestro sitio; aferrados a nuestro yo.

Te invito a que vivas distinto el momento de la Consagración. Participa en primera persona con Cristo, que se ofrece en el altar por la humanidad.

Consagración: Unión

Durante el ofertorio hemos ofrecido a Dios nuestro corazón, pequeño, pero todo suyo. Lo hemos puesto en el altar. Es momento de que nuestro corazón se una al de

Cristo Eucaristía.

Entre la Eucaristía y nosotros hay un abismo. Nosotros somos criaturas y Él es Dios (Gen 1, 27). Nosotros no somos nada y Él lo es todo. Es por eso que en el momento de la Consagración tenemos que postrarnos ante Dios y reconocer que nosotros no nos podemos unir a Cristo, que se ofrece en la Eucaristía, si el Espíritu Santo no nos eleva a Él. Es el Espíritu Santo quien penetra nuestra alma y la toma para elevarla y unirla a Cristo Eucaristía permitiéndonos ofrecernos con Él (Rom. 8, 17).

Consagración: Calvario

La Misa, memorial de la muerte de Cristo, nos permite estar en el Calvario. Es la cruz el sacrificio cruento de Cristo (Heb. 10, 12) que se vive de manera incruenta en la Eucaristía. Cuando el sacerdote eleva la hostia, es como si elevara el mismo cuerpo de Cristo crucificado. Nosotros lo vemos desde abajo y desearíamos unirnos a Él. Nuestro corazón desea que Cristo no muera solo. Le suplicamos que, al menos, nos permita darle un abrazo que pueda consolar su dolor. Sin embargo, la distancia entre la cruz y nosotros sigue siendo inmensa. Pero Jesús lo dijo en su predicación: “y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí.” Jn. 12, 32. El Espíritu Santo nos atraerá a Él y nos unirá a Cristo, que se ofrece en la cruz y en la Eucaristía.

Agachar la cabeza en la consagración

Antes de la consagración cuando nos arrodillamos, en la epíclesis, el sacerdote coloca sus manos sobre las ofrendas e invoca al Espíritu Santo pidiendo que descienda. En ese momento puedes agachar tu cabeza y sentir que el sacerdote coloca sus manos sobre ti (que eres la ofrenda). Así permitirás que el Espíritu Santo descienda sobre ti y dejarás que penetre hasta lo más hondo de tu corazón al abrir tu alma a su acción. Él te llevará a la unión con Cristo. Él te hará participar del sacrificio redentor de tu Señor.

Habiendo permitido al Espíritu Santo descender y poseerte, mantente atento a los gestos del sacerdote. Mientras el presbítero eleva la Eucaristía, te puede ayudar abrir tus manos como gesto de ofrenda y dejar que tu corazón vuele hasta unirse a la hostia que se encuentra en las manos del sacerdote. Mira con alegría tu corazón unido al Sagrado Corazón de Jesús, hecho hostia por nosotros.

Frutos de la unión con Cristo Eucaristía

Durante la consagración nos podemos unir íntimamente a Cristo que se está ofreciendo en el altar. ¿Qué valor tiene esta unión? ¿cuál es el fin de la misma? ¿qué frutos da?

Podemos decir que la unión con Jesús Eucaristía es un don en sí mismo. No necesitamos nada más. Ese es el fin. Si toda nuestra vida cristiana no nos lleva al encuentro profundo con Dios, no vale para nada.

Podrás ser un catedrático en teología pero si no te relacionas con el Dios que conoces no sirve de nada. Podrás donar tu tiempo a los pobres y enfermos, pero si no descubres a Dios en ellos, caes en la filantropía. Podrás cumplir a la perfección los mandamientos, pero si mediante ellos no te encuentras con tu Dios están vacíos de sentido. Podrás recibir una y otra vez los sacramentos, pero si no te unes a Dios a través de ellos se convierten en rituales sin valor alguno (1Cor. 13, 1-3).

La unión de corazones

El cielo, fin de nuestra vida terrena, es un profundo abrazo con Dios que dura eternamente. Tú, hoy tienes la posibilidad de abrazarte a Él y abandonarte en sus brazos durante la consagración a través de la unión con Él dejando que te conceda su intimidad en el silencio. No pretendas nada maravilloso. Acepta que tu Dios es sencillo y pequeño. Desde tu banca en la Iglesia, por tu fe sencilla, puedes recibir el don de los grandes místicos: el don de la unión de corazones. El tuyo y el de Él en silencio.

Escucha las palabras que pronuncia el sacerdote: Tomad y comed todos de él porque éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Es necesario que aceptes al Dios que se humilla y se abaja y se hace alimento por ti (Jn. 6, 35). Quiere vivir en ti y hacer de tu corazón su morada (Jn. 14, 23). Acepta su entrega y ofrécete a Él tú también.

Oración en la elevación de la hostia

En el momento en que el sacerdote eleva la hostia en el altar di:

Espíritu Santo ven a mi alma. Deseo profundamente unirme en intimidad con el Sagrado Corazón de Jesús que se encuentra en la Eucaristía. Realiza la unión de nuestros corazones y permíteme vivir así mi día ofreciéndome y acogiéndolo.

Dios, en su infinita bondad, concede tres dones que se derivan de la unión con Él: nos santifica, nos fecunda y nos hace ofrenda de alabanza agradable al Padre.

Cómo alcanzar la unión con Dios

En primer lugar, de la unión con Dios, se da como fruto nuestra santificación. Necesitamos vivir en nuestra verdad de hombres pecadores, pequeños y limitados. Hay que vaciarnos de nosotros mismos y presentarnos ante Dios desnudos, sin nada, deseosos de acogerlo como don.

Dios no pide que vivamos en nuestra pobreza para dejarnos ahí, en el fango. No hubiera mandado a su Hijo solo para hacernos ver qué bajo había caído su más alta creación. Fue alto el precio que pagó y no está dispuesto a desperdiciar la sangre derramada por Cristo, su Hijo (1Pe. 1, 17-19). Dios nos quiere elevar, enriquecer, llenar. Nos quiere llevar a la plenitud de su diseño de salvación (Jn. 1, 16). Nos quiere crear de nuevo en Cristo Hijo, por la acción de su Espíritu. En definitiva nos quiere santificar. “Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.” Ef. 1, 4.

El Corazón de Cristo está herido por la lanza de la que brota sangre y agua (Jn. 19, 34). La sangre y agua del costado es esa gracia sacramental que progresivamente nos santifica. Ahora bien, para poder acoger esa sangre y que se convierta en la nuestra, el corazón tiene que estar abierto. Nuestro corazón también tiene que ser herido por la espada que atravesó el corazón de María (Lc. 2, 35). Morir a nosotros mismos es lo que permite que la sangre fluya del Corazón de Jesús al nuestro y viceversa.

Dios va transformando nuestro corazón. Arranca nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne (Ez. 11, 19-20). La acción de Dios no es inmediata. El Espíritu Santo actúa en el tiempo y realiza su obra progresivamente. A veces lo más fácil de cambiar es lo externo y si nos quedamos en un nivel superficial podría bastar esta transformación por fuera que es lo que el mundo ve. Sin embargo, la unión con Cristo Eucaristía nos va asemejando a Él desde dentro (Mc. 7, 15). Aquello que solo Dios conoce. Lo más ruin de nuestro interior. Dios quiere tocar ahí, lo más profundo, lo más arraigado y lo más difícil de cambiar.

Él nos quiere conceder los mismos sentimientos del Hijo (Fil. 2, 5). Sentimientos que son internos y que tienen un reflejo en el comportamiento externo. Nos quiere conceder la humildad, la compasión y la misericordia de su mismo Hijo. Tengamos paciencia y confiemos en la obra de Dios que es fiel a su promesa y no defrauda. Él es el primer interesado en nuestra santificación.

Oración de unión

Cuando te veas unido a Cristo puedes repetir esta oración:

Espíritu santificador, hazme capaz de morir a mí mismo para poder recibir de Cristo su sangre que me santifica. Deseo ser uno con Él; identificarme con Él. Te pido que me unas a su Corazón Eucarístico, que es la fuente de donde mana el agua que me purifica y la sangre que hace blancas mis vestiduras. Mantenme unido a Él siempre.

Otros frutos de la unión con Cristo Eucaristía

En la consagración, al unirnos íntimamente a Cristo, se da como fruto, en primer lugar, nuestra santificación. En segundo lugar se da como fruto nuestra fecundidad. “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” Jn 15, 5.

Las bodas del Cordero

La consagración, entendida como la unión de los corazones, realiza las bodas del Cordero con su Iglesia (Ap. 19, 7). Nuestra alma se presenta como esposa que desea la unión con el amado (Cant 3, 1). A la Misa también se le conoce como el banquete de bodas del Cordero. Cristo, Cordero de Dios, se sacrifica en el altar. Esta vez no lo hace solo. Su esposa, cada uno de nosotros, nos hemos unido a Él para ofrecernos junto con Él.

Dios se da por entero a su Iglesia, hasta dar la vida por ella. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” Mt 20, 28. Su Iglesia, que somos todos nosotros, nos damos a Cristo hasta dar nuestra pequeña vida por Él también. Esta donación recíproca es la comunión que da vida. “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado” Cant 2, 16.

Dios fecunda al alma que lo ha acogido como don. Dios da vida en el corazón que se ha dejado penetrar por el fuego de su amor. Cristo, en la unión mística con nuestro corazón, nos hace padres y madres espirituales capaces de dar vida eterna (Jn 10, 10).

Nuestra sangre, unida a la suya, se derrama a la humanidad entera. La gracia que santifica cae en el corazón de nuestros hijos espirituales y los empapa de vida. Los ríos de agua viva corren hasta llegar a los confines de la tierra (Is 59, 19).

Las palabras del sacerdote son las siguientes: Tomad y bebed todos de Él porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados.

Unido a Cristo puedes ser mediador de la alianza de Dios con los hombres (1Tim 2, 5). Duele pensar que nuestros hijos, nietos, sobrinos, nuestros seres queridos, han perdido la fe o se alejan progresivamente de Dios. Tú puedes ser mediador de la alianza de Dios con ellos. Puedes ser puente entre el Señor y aquellos que se han alejado. Lo único que tienes que hacer es ofrecer toda tu sangre, es decir, ofrecer tu vida por ellos. Cualquier sacrificio, por más doloroso y exigente que sea, no tiene el valor de la unión al sacrificio de Cristo en el altar. Esto es lo más valioso. No lo pierdas. Te invito a unirte a Jesús Eucaristía con sencillez y creer.

Oración para la consagración

Al ver el cáliz, lleno de la sangre de Cristo y la tuya, puedes decir estas palabras:

Jesucristo, esposo de mi alma, me presento deseoso de unirme a ti en el cáliz. Permite que mi sangre, unida a la tuya, se derrame por el bien de mis hermanos los hombres. Tus hijos te buscan, empápalos de vida. El mundo necesita de ti, de tu misericordia. No le niegues tu perdón. Tienen sed de ti, sed de tu sangre que los purifique y los salve. Concédeles el don de recibir tu preciosa sangre.

Somos ofrenda agradable al Padre

En tercer lugar, gracias a la unión con Jesús en la Eucaristía, podemos ser ofrenda de alabanza agradable al Padre. “También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” 1Pe 2, 5.

Aquél que más ha alabado al Padre ha sido Cristo su Hijo (Jn 17, 4). Hemos dicho que nosotros, asimilados en Él, vamos transformándonos progresivamente en hijos como lo fue Jesús (Ef 1, 5). Es por eso que este momento de unión con Cristo nos hace capaces de ser una alabanza para el Padre celestial.

Nadie podía pagar el precio de nuestra justificación. En el pueblo de Israel se ofrecían animales para agradar el corazón del Señor. Se realizaban holocaustos para recibir el perdón, la justificación. Se hacían sacrificios para ofrecer el culto debido a Dios. (Ex 5, 8). Nada de eso era suficiente. La falta era abismal. Nuestra parte de la alianza con Dios siempre era insuficiente. Hasta que vino Jesucristo, Cordero de Dios. Él sí podía pagar porque era Dios mismo. “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida.” Rom 5, 18. Su ofrenda de alabanza sí era agradable al Padre. “Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.” Ef 5, 2. Nosotros tenemos la posibilidad de unirnos a Él y de ofrecernos como Él. Podemos, también nosotros, ser ofrendas de alabanza agradables al Padre.

Oración de ofrecimiento

Cuando escuches las campanas que indican que se está realizando la consagración recita esta oración:

Señor mío y Dios mío. Padre amado, me presento ante ti deseoso de agradarte. Quiero ser hijo tuyo como lo fue Jesús. En la unión con Él, por el Espíritu Santo, me ofrezco para ser una ofrenda de alabanza agradable a ti, Padre. Acepta el humilde don de mí mismo.

Diego de Alcalá

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Diego de Alcalá :
Empezamos esta breve silueta hagiográfica reparando una, no por lo generalizada menos digna de ser reparada, injusticia en la denominación del santoral español al designar a San Diego con el toponímico de Alcalá de Henares, en lugar del nombre de la villa de San Nicolás del Puerto, en la provincia de Sevilla.

Insignificante por su demografía, es la villa de San Nicolás del Puerto uno de los lugares más típicos y pintorescos de la provincia andaluza. Se halla situado al norte de la misma, en pleno complejo montañoso, con gran riqueza hidráulica, que dan a sus alrededores extensas zonas cultivadas y amplias alamedas. Su altitud y arboledas hacen del lugar un oasis en la canícula sevillana.

San Nicolás, en su insignificancia demográfica y urbanística, tiene un lugar en la historia por el mejor de los títulos que dan entrada en ella, por haber sido cuna de uno de los hombres que figuran en el santoral de la Iglesia católica. Hacia fines del siglo XIV, sin que sea posible concretar más la fecha, nació de humilde familia pueblerina el niño que había de llevar junto a su nombre en documentos reales y bulas pontificias el nombre del lugar que le vio nacer: San Diego de San Nicolás. El hecho al que hemos aludido al comienzo de estas líneas de que se le designe como San Diego de Alcalá no tiene más explicación que el haber sido la ciudad complutense su última residencia terrenal, lugar de su sepulcro hasta el presente, y que sus numerosos milagros hicieron bien pronto célebre en toda España. Pero tanto las historias primitivas del Santo como la bula de canonización expedida por Sixto V, no conocen otro lugar de referencia que San Nicolás. La tradición lugareña ha conservado ininterrumpidamente hasta el día de hoy la casa de su nacimiento. La devoción de sus paisanos, cobijados bajo su celestial patronato, respalda la designación del lugar de su nacimiento. El Santoral Hispalense, de Alonso Morgado, el más documentado elenco hagiográfico de santos sevillanos, así lo reconoce. Es, pues, de justicia devolver al humilde pueblo sevillano el mejor título de su historia, máxime cuando la ciudad complutense tiene tantos otros de rango universitario y literario que la encumbran en España.

Muy poco se sabe de sus primeros años.

La más segura de sus biografías, debida a la pluma de don Francisco Peña, abogado y promotor en Roma de la causa de canonización del Santo, y que debió, por lo mismo, poseer los mejores datos en torno a la vida de Diego, así lo reconoce. Don Cristóbal Moreno, traductor en el siglo XVI al castellano de la obra latina de Peña, también hace constar esta insuficiencia de datos sobre la niñez y primeros años de San Diego. Y hasta la Historia del glorioso San Diego de San Nicolás, escrita por el que fue guardián del convento de Santa María de Jesús, de Alcalá de Henares, donde vivió y murió el Santo, se concreta para esta época de la vida de Diego a las anteriores biografías de Peña y Moreno. La Historia de Rojo, el guardián complutense, aparecida en 1663, sesenta años después de la muerte de Moreno y a un siglo de distancia de la obra latina de Peña, no pudo ampliar con nuevos datos, como parecería lógico por haber vivido en el mismo convento de San Diego, lo que la bula y anteriores hagiógrafos nos comunican. Alonso Morgado tampoco nos enriquece el conocimiento de la niñez de Diego con aportaciones que llenen el vacío de sus primeros años.

Deseosos de que esta silueta hagiográfica responda a la más estricta seriedad documental, tanto más exigida cuanto San Diego llegó a ser un taumaturgo popular en sus tiempos y en la España de los siglos de oro, nos vamos a dedicar tan sólo a destacar dos aspectos de su vida: sus itinerarios y las características de su santidad, tal como aparecen aquéllas en la bula de canonización.

San Diego, nacido en el más pequeño lugar de la provincia de Sevilla, fue sin duda uno de los hombres de su tiempo y condición que más viajó. Podríamos trazar la línea de su constante andar con un gráfico que va de San Nicolás al cielo, pasando por Sevilla, Córdoba, las Islas Canarias, Roma y Castilla, rindiendo viaje en Alcalá de Henares, para saltar desde la gloria del sepulcro a los altares. En el polvo de sus sandalias quedaron adheridas y mezcladas tierras de innumerables caminos de España y Francia e Italia.

De San Nicolás pasa a un lugar cercano a la villa para ponerse bajo la dirección espiritual de un santo sacerdote ermitaño, el primero que cultiva sus ansias generosas de total entrega de servicio a Dios. De allí, confirmada su voluntad de consagración al Señor, se traslada a Arrizafa, cerca de Córdoba, en cuyo convento profesa como fraile lego en los Menores de la observancia franciscana. Desde este lugar comienza su itinerario limosnero y misional por incontables pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando detrás de su paso una estela de caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de esos pueblos.

Pero el humilde fraile de «tierra adentro» había de enfrentarse, en su constante caminar, con las rutas del «mar océano», empresa en aquellos tiempos ni corta ni común. Las Islas Canarias, especialmente Fuerteventura, son ahora la meta de su itinerario misionero en calidad de guardián, para lo que fue designado hacia el año 1449. Su paso por las Islas Afortunadas quedó también marcado por obras maravillosas de apostolado y de caridad. Vuelto a la Península hacia el año 1450, en ocasión del jubileo universal proclamado por la santidad de Nicolás V, su piedad mueve sus pies camino de Roma para lucrar las gracias de aquel jubileo. Después de varios meses de peregrinar llega a la Ciudad Eterna al tiempo de la canonización de San Bernardino de Sena, cuyo acontecimiento, al congregar en Roma varios miles de religiosos franciscanos, había de ofrecer otra oportunidad a su celo y caridad ardiente con motivo de una epidemia habida entre los peregrinos llegados de varias partes. Fue el convento de Santa María de Araceli el lugar de su residencia durante tres meses.

Vuelve a España. Y después de un tiempo en el convento castellano de Nuestra Señora de Salceda, llega en su última etapa terrenal a Alcalá de Henares, en cuyo convento de Santa María de Jesús había de vivir los últimos años de su vida mortal para nacer a la gloria y a la santidad de los altares.

Esta breve consignación geográfica de sus itinerarios en aquellos tiempos, y en un humilde hijo pueblerino y religioso lego, es más que suficiente para poner de relieve su destacada personalidad, cuya base estribaba tan sólo en su santidad misionera y caritativa.

Si hubiésemos de sintetizar la fisonomía de su espiritualidad, dentro siempre del estilo franciscano de su vida, no dudaríamos en destacar la obediencia hasta el milagro, la sencillez y servicialidad sin límites, la caridad heroica para con todos, como las virtudes que le encumbraron a la santidad y que le hicieron famoso y hasta popular en vida y después de su muerte. El humilde lego que hacía salir a su paso a todos para verle y acogerse a su valimiento delante de Dios mientras vivía, había de congregar junto a su sepulcro a los grandes de la tierra después de muerto. Cardenales y prelados de la Iglesia, reyes y príncipes, hombres y mujeres del pueblo habían de ir, sin distinción de clases, al humilde religioso franciscano. Enrique IV de Castilla, primero; cardenales de Toledo, príncipes de España, el mismo Felipe II después, acudieron junto a su tumba, llevados por el mismo sentimiento de confianza en su santidad milagrosa, o hicieron llevar sus restos sagrados hasta las cámaras regias, como en el caso del príncipe Carlos, hijo del Rey Prudente, a fin de impetrar de Dios, por su mediación, la curación y el milagro. Nada menos que el propio Lope de Vega había de inmortalizar en una de sus comedias en verso el milagro del príncipe Carlos, que había de cantar, en la poesía del Fénix de nuestros Ingenios, el pueblo todo de España.

Nadie con más autoridad que Sixto V puede resumirnos las características de la santidad de Diego. «El Todopoderoso Dios –dice en la bula de canonización–, en el siglo pasado, muy vecino y cercano a la memoria de los nuestros, de la humilde familia de los frailes menores, eligió al humilde y bienaventurado Diego, nacido en España, no excelente en doctrina, sino “idiota” y en la santa religión por su profesión lego…, mostrándole claramente que lo que es menos sabio de Dios, es más sabio que todos los hombres, y lo más enfermo y flaco, más fuerte que todos los hombres… Dios, que hace solo grandes maravillas, a este su siervo pequeñito y abandonado, con sus celestiales dones de tal manera adornó y con tanto fuego del espíritu Santo le encendió, dándole su mano para hacer tales y tantas señales y prodigios así en vida como después de muerto, que no sólo esclareció con ellos los reinos de España, sino aun los extraños, por donde su nombre es divulgado con grande honra y gloria suya… Determinamos y decretamos –continúa la bula– que el bienaventurado fray Diego de San Nicolás, de la provincia de la Andalucía española, debe ser inscrito en el número y catálogo de los santos confesores, como por la presente declaramos y escribimos; y mandamos que de todos sea honrado, venerado y tenido por santo…»

Lo humilde y pobre del mundo fue escogido por Dios para maravilla de los grandes y poderosos de la tierra. En Diego se cumplió una vez más de modo esplendente el milagro de la gracia.

Así se consumaron las etapas del itinerario de San Diego de San Nicolás, quien entró en la inmortalidad bienaventurada el 13 de noviembre de 1463 en Alcalá, y en la gloria de los altares en julio de 1588, bajo el pontificado de Sixto V, culminando el proceso introducido por Pío IV en tiempos de Felipe II.

No queremos cerrar esta silueta sin consignar aquí un deseo y una aspiración de todos sus paisanos, y que será la última etapa de sus itinerarios y hasta una solución a la soledad en que hoy se halla su sepulcro. La etapa, triunfal y definitiva, de Alcalá, donde hoy reposa, a San Nicolás, la villa que le vio nacer, y en la que la devoción popular al santo Patrono y paisano espera tenerle lo más cerca posible, no sólo para honrarle como su santidad y gloria merecen, sino incluso para conseguir por su mediación valiosa la completa y plena restauración de la vida cristiana de un pueblo pequeño y humilde, pero que conserva la fe en su Santo, al que lleva siglos esperando.

Elementos que se aprenden en el hogar

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Elementos que se aprenden en el hogar :
Crepita el fuego en la chimenea durante una apasionada conversación sobre una antigua batalla. Uno de los interlocutores tiene entonces una salida sorprendente: «Creo que hay plácidas victorias y contiendas y grandes sacrificios propios y actos de noble heroísmo (aun en muchas de sus aparentes ligerezas y contradicciones) no menos difíciles de conseguir, porque no tienen crónica ni público terrenales, pero que se realizan todos los días en los más apartados rincones, en las pequeñas familias y en los corazones de hombres y mujeres. Cualquiera de estos podría reconciliar con el mundo al hombre más exigente y llenarle de fe y de esperanza en él»[1].
El futuro del mundo se decide sobre todo en el «amor paciente» que es la labor discreta de abuelos, padres e hijos.
El futuro del mundo no se forja solo en las grandes decisiones internacionales, por cruciales que puedan ser; se decide sobre todo en esa contienda cotidiana, en el «amor paciente»[2] que es la labor discreta de abuelos, padres e hijos. El proyecto de crecer -un crecer, sobre todo «para adentro»[3]-, que acompaña a cada persona a lo largo de su vida, es necesariamente un trabajo de equipo: todos juntos, al paso de Dios y con su soplo en las velas del alma.

Respirar un mismo aire

En una familia en la que se respira aire cristiano, se comparten tareas, preocupaciones, triunfos y fracasos Todo es de todos y, a la vez, se respeta lo de cada uno: se enseña a los hijos a ser ellos mismos, pero sin aislarse en los propios gustos y preferencias. En el hogar se valoran las cosas que unen, que son como el aire que permite a cada uno respirar a gusto, llenar los pulmones y desarrollarse.

En esta tarea de mantener el aire de familia todos son importantes, hasta los más jóvenes. Por eso, conviene ir dando a los hijos pequeñas responsabilidades, acordes con su edad, que les lleven a salir de sí mismos, a descubrir que la casa funciona porque colaboran todos: regar una planta, poner la mesa, hacer la cama y ordenar la propia habitación, cuidar de otro hermano más chico, salir de compras… Poco a poco se les hace participar en las decisiones: no se imponen sin más los planes familiares, sino que se los presenta de modo atractivo. Así nadie queda aislado y se plasman formas de ser abiertas, generosas, con preocupación por el mundo y las otras personas.

Para transformar la selva, comencemos por nuestro jardín, por la ecología de la vida de cada día, que se manifiesta en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en nuestro barrio
El afecto lleva a sincronizar las vidas, a compartir con los demás los nuevos capítulos de la propia “serie”. Ayuda mucho tener momentos de descanso en común, actividades que unen y que permiten disfrutar de tantas cosas buenas. Cuando se presenta el dolor, la caridad -cariño sobrenatural- nos mueve a compartir el peso: «llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo»[4]. Nadie puede vivir como extraño en la propia casa; es imprescindible tener iniciativa, levantar la mirada y prestar atención a los demás: aficiones, planes, amistades, trabajo, preocupaciones… Son cosas que requieren tiempo, que es precisamente lo mejor que un padre puede dar a sus hijos, y que los hijos pueden dar a sus padres

En una familia cristiana hay también disciplina, pero amable: así los hijos aprenden a gusto y poco a poco, con el ejemplo de los mayores. La corrección se acompaña de buenos modos, que reflejan el afecto; además, se explican los porqués, y se procura «no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor»[5] En ocasiones, hace falta ser especialmente claros, pero los padres no olvidan que las virtudes y los valores cuajan sobre todo cuando los hijos los ven encarnados en sus propias vidas. La fortaleza, la templanza, el pudor, la modestia, vividas en lo cotidiano, se les presentan entonces como auténticos bienes: les resultan connaturales, como el aire que respiran. Esto vale especialmente para la formación de la afectividad: los padres que exteriorizan su cariño mutuo en los detalles más sencillos de la convivencia -aunque sin manifestaciones de afecto que deben quedar en la intimidad de los esposos- introducen fácilmente a los hijos en el misterio del amor verdadero entre un hombre y una mujer.

«Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean -lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones- que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras»[6].

Gracias, por favor, perdón
En un hogar «luminoso y alegre»[7] hay un trato sencillo y confiado. Y a la vez, la cercanía no da lugar a la indelicadeza ni a la insolencia. Todos tenemos defectos, podemos fallar y herir; pero poseemos la capacidad de pasar por alto incomprensiones o malentendidos, sin albergar rencor. A cualquier nivel, de padres a hijos, de hijos a padres o entre hermanos, hay que fijarse en lo positivo, lo que une. Como en cualquier convivencia, a veces surgirán discusiones o riñas, pero vale la pena terminar el día reconciliados: es el momento de llevar a la práctica la enseñanza de Cristo de no poner límites al perdón[8]. Además, pedir perdón madura el alma propia y la del que recibe o presencia una excusa sincera. «Escuchad bien: ¿habéis discutido mujer y marido? ¿Los hijos con los padres? ¿Habéis discutido fuerte? No está bien, pero no es este el auténtico problema. El problema es que ese sentimiento esté presente todavía al día siguiente. Por ello, si habéis discutido, nunca terminar el día sin hacer las paces en la familia»[9]

Es bueno saber que cuando hay más confianza con alguien es lógico que se baje un poco la guardia y surjan más fácilmente desahogos, en una u otra dirección; parte del cariño consiste entonces en comprender.
Quien quiere de verdad, sabe comprender y disculpar; es más: lo necesita. Y desde la familia, exporta al mundo este ambiente. Para transformar la selva, comencemos por nuestro jardín, por la «ecología de la vida de cada día», que se manifiesta «en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en nuestro barrio»[10]. La familia es «el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados en­tre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir gracias como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la voracidad o la agresividad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño»[11]

Esta actitud nos ayuda a relativizar los problemas que se pueden dar en la convivencia, y a descartar la idea de que en otras circunstancias todo sería más sencillo. Suele ser más fácil juzgar positivamente a quienes no conviven con nosotros. Incluso alguien con una psicología equilibrada tiende a idealizar lo bueno de amigos y conocidos, y a poner en cambio en primer plano los defectos y errores de los familiares más cercanos. Sin embargo, ¡qué necesario es conocer y remediar estos prejuicios! Ni la sonrisa y amabilidad de quien vemos muy de vez en cuando es siempre así; ni aquel comentario desabrido de un hermano o hermana, después de un mal día o una mala noche, refleja toda su forma de ser, o indica la opinión que tiene de nosotros. Además, es bueno saber que cuando hay más confianza con alguien es lógico que se baje un poco la guardia y surjan más fácilmente desahogos, en una u otra dirección; parte del cariño consiste entonces en comprender[12]; en ser, si es necesario, paño de lágrimas.

Las etapas del desarrollo, con sus respectivas crisis, son retos que requieren paciencia, porque la maduración casi nunca se produce de golpe. En especial la adolescencia, más o menos prolongada, afecta al ambiente del hogar y en ocasiones trae discordias y mayor nerviosismo en grandes y chicos. Pero pasa el tiempo y, si se ha afrontado bien la crisis, la familia sale fortalecida de ella: las aguas no solo vuelven a su curso, sino que se hacen más fuertes y saludables.

Lo habitual es que los padres enseñen a los hijos a rezar, pero no pocas veces la Providencia se sirve de los hijos para que papá o mamá descubran la espléndida melodía de la fe.
Es normal que, al llegar a la adolescencia, los hijos necesiten espacios de libertad, formar su propio núcleo de amistades, aprender a volar solos. Los padres seguirán siendo el punto de mira, aunque la vivacidad juvenil no quiera aceptarlo. Por eso, es importante que no aparezcan solo como la “autoridad”, sino que fomenten también un trato amigable y lleno de confianza. Los padres animan a tomar decisiones y muestran los obstáculos; señalan tanto las rocas que pueden encontrar al navegar como el faro al que vale la pena dirigirse. Y esto se transmite más con el ejemplo que con muchas palabras o reglas, aunque lógicamente algunas sean necesarias

En todo caso, hay que confiar en los hijos, porque solo en un clima de confianza crece la libertad. Es incluso preferible, decía san Josemaría, que los padres «se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre»[13].

Una familia que reza unida permanece unida

En la familia también se aprende a tratar con Dios: se aprende a rezar. ¡Cuánto apreciaba san Josemaría las oraciones que le enseñó su madre! «Sin las madres, no solo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo»[14]. Lo habitual es que los padres enseñen a los hijos a leer esta partitura. No pocas veces, sin embargo, se produce un intercambio de papeles, y la Providencia se sirve de los hijos para que papá o mamá descubran la espléndida melodía de la fe.

En tantas ocasiones, será posible y útil rezar todos juntos, recordando que «la familia que reza unida permanece unida»[15]. La piedad transparente y sincera alumbra hacia adentro y hacia afuera de la casa, y se va engarzando serenamente con las demás ocupaciones diarias No importa que a veces existan distracciones: los hijos que van de un lado a otro, las múltiples tareas del hogar… Cuando ponemos lo que está de nuestra parte, esas distracciones no generan disonancias, sino que resuenan también en el cielo.

De unos padres fieles surgen nuevos padres fieles, y también muchos que, aceptando la invitación de Dios, siguen un camino vocacional en el celibato. Ni el amor a otra persona ni el amor a Dios compiten con el afecto a nuestra familia, sino que lo aumentan. Siempre, en cada momento de la vida, corre por nuestras venas la misma sangre: estamos unidos, a pesar de que puedan mediar distancias, compromisos y múltiples obligaciones. Un signo de madurez es precisamente la capacidad, que se aprende con el tiempo, para compaginar los deberes que provienen del propio hogar que formamos con el cultivo del cariño filial y fraternal hacia la familia de origen. Contamos con su oración para nuestra misión en la vida, y nosotros les apoyamos con la nuestra. No se trata de un mero premio de consolación: «un hermano ayudado por su hermano es plaza fuerte y alta, fuerte como muralla real»[16].

Es normal que, al llegar a la adolescencia, los hijos necesiten espacios de libertad, formar su propio núcleo de amistades, aprender a volar solos.
Del hogar a la periferia

Los grandes frentes de la familia no se agotan en ella misma. Del mismo modo que sería imposible madurar centrándose en uno mismo, la vida familiar crece abriéndose al exterior. Un hogar cristiano tiene, sí, unas puertas que protegen la intimidad, que dan el ambiente adecuado para el crecimiento, pero que no asfixian ni tapan los ojos.

Por eso, la solidaridad forma parte importante de la misión de las familias cristianas: se sale así, con creatividad, al encuentro de los más necesitados, se busca el desarrollo de la cultura y la educación para todos, el cuidado de la tierra como la casa común… Las carencias son muy variadas y muchas veces no coinciden con las prioridades que algunas ideologías o grupos minoritarios lanzan a la agenda del mundo. Qué grandes ejemplos hemos visto de hogares que salen al encuentro de inmigrantes sin techo; de familias numerosas que reciben un nuevo hijo; de padres que se sacrifican por los suyos y por los de otros, superando los aprietos con heroísmo; de matrimonios sin hijos que dedican su vida a ayudar a otras familias.

Y lo mejor es que “todo queda en casa”: los primeros en ganar con estas iniciativas son los del propio hogar. Y de casa al mundo: la familia, escuela de amor gratuito y sincero, es «el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta»[17]. Quien ha crecido con «el “sano prejuicio psicológico” de pensar habitualmente en los demás»[18] disfruta escuchando, comprendiendo, conviviendo, resolviendo necesidades concretas de sus hermanos los hombres.

Las familias no están solas

Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia [Papa Francisco]
El panorama de las familias, su papel en la Iglesia y el mundo, es apasionante. A la vez, no se escapan a nadie las dificultades por las que atraviesan. Pero las familias no están solas: mucha gente buena dedica tiempo y energías en ayudar a los padres en su tarea de formación. Colegios, clubes juveniles y tantas otras iniciativas, son un soporte a veces decisivo para el cuidado de los jóvenes, de los ancianos. El apoyo a las tareas del hogar, no exclusivas de las madres, es otra columna de los hogares cristianos: por eso, a quienes vuelcan su vida en transmitir su ciencia y su experiencia en este campo, les decía san Josemaría que tienen «más eficacia educadora que muchos catedráticos de universidad»[19].

¿Qué decir, por último, cuando a pesar de los esfuerzos queda la impresión de que se podría haber hecho más? Cuántos padres que procuran educar lo mejor posible a sus hijos, lo mejor que han sabido, los ven luego con problemas materiales y espirituales, faltos de fe o con vidas desarregladas Además de seguir profundizando para prevenir y mejorar, si llega esta situación, es la hora de imitar al Padre de la parábola, que sin forzar la libertad del hijo, sale a su encuentro, disponible para ayudarle apenas dé una señal de querer corregirse[20] Es el momento de acudir más al Cielo, diciendo quizá: Dios mío, ahora te toca a ti. «Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia»[21]

Dar de beber al sediento

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Dar de beber al sediento :
Al mirar el planeta Tierra desde el espacio es fácil ver las diferencias físicas que crea el agua dulce. Se observan las zonas en donde abunda el agua dulce, ya que son zonas verdes de intensa vegetación donde predomina la vida. Sin embargo, también se pueden observar zonas carentes de agua, en las cuales la sequedad devasta.

Hoy muchos hombres sufren de sed en el mundo. Personas que no tienen al alcance alguna gota de agua con la que saciar su sed. Es verdad que se habla hoy en día también de la sed espiritual que muchos hombres llevan dentro, de la sed de sentido en la vida, pero esto no quita que se sufra también en varios lugares de nuestro planeta una fuerte sed física. El Papa Francisco, en la encíclica Laudato Si’ habla sobre cómo la violencia en el corazón del hombre se manifiesta en los síntomas de contaminación del agua y que afecta su disponibilidad.

Dar de beber al sediento implica un trabajo a largo plazo para permitir que futuras generaciones tengan agua para vivir, pero también es una oportunidad para dar de beber a Cristo hoy en aquel hombre o mujer que tiene sed. Cristo dijo que estaría con nosotros hasta el final de los tiempos, y uno se podría preguntar: ¿dónde está Él en este año 2015? La respuesta es que el Señor se ha querido quedar presente en los pobres y necesitados, por eso nos dijo también “pobres los tendréis siempre, a mí no” (Jn 12,8). Lo que le hicimos a uno de estos necesitados se lo hicimos a Él.

Cuenta la historia de que el día en que la madre de Santa Rosa de Lima reprendió a su hija por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús”. Esta breve anécdota nos recuerda que en las obras de misericordia estamos sirviendo directamente a Jesús. Dar un vaso de agua al sediento no es solo un acto de amor a esa persona, es un acto de amor directo a Jesús.

Para el cristiano servir es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren, pues en ello descubre la imagen de su Creador pobre y sufriente (cf. Lumen Gentium, n. 36). Dar de beber al sediento es un servicio que está al alcance de muchos, y que permite reinar desde el amor.

Una obra de misericordia que no solo saciará al sediento, sino que también saciará esa sed profunda que todos tenemos de felicidad en nuestro corazón. Porque es dando que se tiene vida, y el Padre que ve en lo secreto nos recompensará.