jueves, marzo 28, 2024
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Pecado de amor

Un amor verdadero no puede ser otra cosa que una entrega apasionada a buscar la felicidad de la persona a la que se quiere.
Hay una frase que me pone enfermo: la que habla de los «pecados de amor», y que a mí me parece tan contradictoria en sus términos como hablar de la nieve caliente o del círculo cuadrado. Supongo que con ella se quiere hablar de «pecados de debilidad» o de «pecados de desvarío sexual»; pero ¿por qué se dice, de dónde se saca eso de «pecado de amor», que se cuelga luego a la moral católica cuando ningún Papa y ningún teólogo o moralista serio lo ha dicho jamás? Yo, al menos, estoy cansado de decir que no se puede pecar de amor. Que se puede pecar porque no se ama. O porque no se ama lo suficiente. O porque se ama mal. Pero no por amor. Porque nunca se ama demasiado. Porque si se pecara por amor, ¿cómo se habrían salvado los santos, que eran unos especialistas en el tema?

Creo que ninguna palabra ha sido tan prostituida como esta de «amor», colocada con tanta frecuencia sobre cosas que nada tenían que ver con él, sobre sucias aventuras de antiamor o, cuando menos, del más triste desamor. Y me pregunto por qué ahora que tanto se habla de educación sexual nadie se atreve a hablar de algo infinitamente más necesario y más difícil: de la educación en el amor. Y conste que me parece bien que la gente conozca el mundo del sexo. Pero creo que para eso bastan unos fascículos y unas gotas de sentido común humano. Amar, en cambio, me parece la más difícil de las asignaturas, que ni se aprende con texto alguno ni puede transmitiese de maestro a alumno, sino que sólo se paga a precio de experiencia y exige, además, un aprendizaje de la vida entera, porque no hay planta con mayor capacidad de reflorecimiento que el egoísmo. Y si el arte de amar es el más grande y más difícil que puede practicar un hombre, ¿cómo es posible que reflexionemos sobre él tan poco y que no juntemos todos lo poco que sobre el tema sabemos, a ver si juntos aprendemos a construir un mundo más caliente y vividero?

Aprender, por ejemplo, a distinguir el amor del afecto sensible hacia otra persona, de la admiración, de los deseos de posesión de otro ser, que pueden ser fenómenos que prolongan o coinciden con el amor, pero que en realidad nada o poco tienen que ver con él.

Con frecuencia converso con amigos que me dicen que «han perdido el amor de determinada persona». Y yo siempre les pregunto si lo que han perdido es el amor o sólo el afecto sensible hacia ella; si lo que han abandonado es la decisión de entregarse a esa persona o sólo un cierto agrado o unos ciertos frutos placenteros que de esa persona obtenían. Y es que nunca he entendido que el amor sea algo que puede perderse como se extravía un llavero. Quienes dicen que se apagó tras los primeros entusiasmos o cuando perdió su novedad, mejor será que se pregunten si alguna vez lo tuvieron. Y quienes me dicen que el hombre va cambiando, que cambia el amado y cambia la amada, que las dos personas que hoy se decepcionan no son las mismas que hace diez años se amaron, yo respondo siempre que un verdadero amor no acepta solamente a la persona querida tal y como ella es, sino también tal y como ella será.

Porque un amor verdadero no puede ser otra cosa que una entrega apasionada a buscar la felicidad de la persona a la que se quiere. El amor tiene que ser don y sólo don, sin que se pida nada a cambio. Es lógico que el amor produzca amor, pero me temo que no ame del todo quien ama «para» ser amado, quien condiciona el canúno de ¡da con el precio de vuelta. En rigor -como dice Michel Quoist-, «el amor es un camino con dirección única, parte siempre de ti para ir a los demás. Cada vez que tomas algo o a alguien para ti, cesas de amar, pues cesas de dar. Caminas contra dirección».

«Contra dirección», de ese tipo de amores truncados dice la moral que son pecaminosos, no del verdadero amor. El Evangelio no se opondrá jamás a un verdadero amor; sí, en cambio, a esa engañifa de quienes dicen que aman cuando en rigor sólo se aman a sí mismos.

Amar es exactamente salirse de sí mismo, «perder pie en sí mismo», «descentrarse» -en el mejor sentido de la palabra-. Tiene razón quienes unen amor y locura, porque, efectivamente, el amor verdadero pone a la gente «fuera de sí» para «recentrarla» en otra persona, en otra tarea o en un más alto ideal.

Y subrayo estas tres variantes porque sería ingenuo creer que el único amor que existe es el que surge de un hombre concreto hacia una mujer concreta, viceversa. ¡Hay tantas otras formas de amor no menos altas! ¿Por qué, sino por amor, trabaja el investigador que con auténtica vocación hace su trabajo? ¿Qué, sino el amor, lleva a los misioneros hasta lejanas tierras? ¿Quién más que él enciende las cocinas, sostiene las artes y «mueve -como decía Dante- el sol y las estrellas»?

Confieso que siempre me ha dado un poco de miedo esa vieja fórmula que dice que Dios creó al hombre para su gloria. Y no porque la fórmula no sea verdadera, sino porque no siempre se explica que la gloria de Dios es la felicidad del hombre y alguien puede creerse que Dios creó al mundo y la Humanidad en un acceso de egoísmo infinito. Por fortuna, Dios es el antiegoísta. La Creación fue su propio desbordamiento. Y nunca ha hecho desde entonces otra cosa. Incluso cuando perdona a cuantos -entre hipócritas y candorosos- camuflan bajo el nombre de «pecados de amor» sus crecidas de egoísmo. Gracias a ello es cierto lo que escribió no sé quién y que aseguraba que «ser creyente es estar seguro de que nos esperan magníficas sorpresas». La de descubrir, por ejemplo, que hemos sido más queridos de lo que nunca nos atrevimos a imaginar.

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